lunes, 1 de julio de 2013

Jimmy vino por oro...

Jimmie vino por oro y encontró la catarata más elevada del planeta

Los tipos menos conocidos de pronto se montan en una buena estrella y se hacen más o menos brillantes; pero, como siempre, salidos de una heterogenia y abigarrada multitud.

Tal es el caso de Mac Graken, minimizado dentro de la agitada muchedumbre neoyorkina que un día, entre mesas y bullicios de tertuliantes ebrios, oye hablar de una misteriosa Ciudad Perdida y sale como puede a encontrarla y la encuentra, no como se la hicieron imaginar sino como una misma realidad de la tierra fluvial y umbría, repleta de gigantescas piedras, orquídeas, aves, serpientes y oro rodado como guijarros que fue recogiendo hasta acumular una fortuna que no pudo sacar consigo sino mucho después cuando de regreso a su tierra conoció a un singular personaje de espíritu vivaz y aventurero.
            Se llamaba Jimmy Ángel, aviador y veterano de la Segunda Guerra Mundial, con alas propias reconstruidas a fuerza de voluntad y trabajo.  En ellas Mac Graken remontó los cielos y aterrizó en el arcano de su fortuna que en parte debió compartir con su salvador poco antes de despedirse y perderse más allá de la multitud donde antes era un desconocido.
            Jimmy Ángel jamás pudo divorciarse de esta lujuriante experiencia.  Es más, le quedó en su ser como una impronta obsesiva que lo condujo de vuelta al Mundo Perdido de Arthur Conan Doyle.
            De manera que retornó en sus propias alas, una Flamingo al que buscando acercamiento con la tierra de los Pemón y Arekunas le puso el nombre de “Río Caroní”, porque ese encumbrado río de aguas color de vino dominaba la geografía edénica que quería explorar.
            Geografía llena de sabanas, mesetas y cascadas que se habituó sobrevolar riesgosamente en medio de turbulencia, tratando de medir con el altímetro de su ruidosa Flamingo, los chorros verticales que se desprendían desde las alturas de los tepuyes.  Una de esos chorros o cscadas, la más imponente, le parecía de una elevación única, mucho más que  la Yosemite de su amada California.  Entonces se olvidó del metal amarillo, avasallado su ser por la majestad del agua desprendida en columna vertical de aquel escarpe.
            Pero ¿cómo decirle a la humanidad viviente que no es el King Georges o el Sutherland los saltos de agua más elevados del planeta sino esa columna irresistible que somete, conmueve y agita el espíritu más desprevenido?  Fue cuando después de reflexionarlo mucho con su mujer Marie, el baquiano minero Ángel María Delgado y su amigo caraqueño Gustavo Henny, decidió en compañía de ellos  aterrizar la avioneta sobre la cabecera del Salto buscando que el impacto aeronáutico atrajera la atención del mundo.
            El 9 de octubre de 1937 despejó claro y con un sol brillante, pero aún así después de revolotear la cumbre de la meseta como una gaviota le resultaba imposible desde 8 mil pies de altura percibir la naturaleza del suelo escondido debajo del extenso y alto pajonal donde pretendía como al final decidió, colocar su avioneta.  La que durante la operación de aterrizaje quedó con la cola levantada y las ruedas delanteras hundidas en un suelo tan cenagoso como el de un morichal.
            El piloto, al momento, pensó que había quedado atrapado por la marisma en medio de aquella meseta donde el viento se agiganta y agita de manera turbulenta. Sin embargo, el suelo no era tan fangoso como para hundirse el hombre hasta más arriba del empeine, de suerte que, con tino y cuidado, lograron salir de allí con lo necesario para sobrevivir.
            Desde aquella meseta tubular, de 2.460 metros sobre el nivel del mar, de paredes verticales y cumbre plana, de intensas fracturas y sucesiones de escarpes y terrazas, el paisaje era inmenso y sobrecogedor. Otros tepuyes se alzaban distantes interrumpiendo la serenidad del horizonte y dominando las sabanas onduladas. Cursos de agua y raudales, vegetación herbácea, densas formaciones selváticas, raras especies forestales y fáunicas hablaban de otro mundo, tal vez del Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle.
El Auyantepuy es una meseta arenisca de la edad precámbrica que al igual que las del Monte Roraima, Acopantepuy, Chiamatepuy, Apramantepuy, Auyantepuy, Ueitepuy, Iruruimatepuy, Paratepuy y Tramantepuy (la más alta), forman parte de la llamada Formación Roraima, de existencia posterior a la del Escudo de Guayana.
            Vista de Norte a sur, desde la avioneta en vuelo, la Meseta del Auyantepuy presentaba para Jimmy Ángel, casi la forma de un corazón seccionado por dos descomunales cañones, uno de los cuales sirve de lecho al río Churún.
            El río Churún nace al Sur de la propia cumbre del Auyantepuy hasta convertirse en un Salto de 400 metros de caída libre que luego de un recorrido de 10 kilómetros en dirección Sur-Noroeste, recibe otro salto mucho más elevado e imponente. Tal es desde entonces el Salto Ángel, nombre sugerido por el ingeniero venezolano Gustavo Henny.

            El río Churún, luego de recibir los Saltos Churún y Ángel va a fluir sus aguas intensas y espumosas en el río Carrao que tras formar la laguna de Canaima, transformado en el Salto Hacha, termina rindiéndose al Caroní.

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