sábado, 27 de julio de 2013

Un Guayanés en busca de El Dorado

El 13 de abril de 1749 nació en Guayana don Antonio Santos de la Puente, uno de los tantos exploradores que desde la conquista buscaron las fuentes del Río Orinoco creyendo que allí podía estar el misterioso y recóndito Dorado.
         Antonio Santos de la Puente nació específicamente en el ya inexistente poblado de Amaruca que se ubicaba al Este de los Castillos de Guayana la Vieja.  Era hijo de don Luis Santos  López de la Puente y doña Rosa Filgueira y Barcia.
         En su libro “Orinoco Río de Libertad” el escritor colombiano Rafael Gómez Picón habla de este personaje guayanés utilizado por el Gobernador de la Provincia, don Manuel Centurión, para remontar el Orinoco hasta su propio origen en la creencia todavía de que podría ser allí donde se encontraba la fabulosa ciudad dorada de Manoa donde reinaba el Rey rodeado de grandes tesoros.
         Antonio Santos de la Puente conocía el terreno y tenía experiencia pues siendo cadete había acompañado a Díaz de la Fuente y a los capitanes Antonio Bonalde, fundando poblados y levantando fortificaciones.  Además, era un hombre de gran coraje y mucha tenacidad, dominaba la mayoría  de las lenguas indígenas, conocía y sabía compartir sus costumbres.  Era pues un hombre excepcional para la ingente empresa que no pudo ni pudieron  cumplir  muchos adelantados sino a mediados del siglo veinte una expedición franco - venezolana.
         En 1770 y 1771 Antonio Santos de la Puente remontó el Paragua, atravesó la serranía Pacaraima y se aventuró hasta Río Branco en donde los portugueses lo apresaron.  En la cárcel del Gran Pará permaneció cautivo durante tres años y luego de liberado regreso a Angostura por la vía de Río Negro Caciqueare y Orinoco.  En 1774 y 1775 se unió al Capitán Antonio Barreto para remontar el Río Caura y el Erevato  y después de atravesar la sierra Maigualida cayó al Ventuari y prosiguió por tierra hasta la Esmeralda, en el Alto Orinoco.  Durante ese recorrido ambos fundaron con la ayuda de los indios, diecinueve fortificaciones que pronto desaparecieron.  Antonio Santos de la Puente murió en 1796, a la edad de 47 años.
         Celestino Perraza seguramente fabricó una leyenda en torno a este personaje o superpuso una mal contada leyenda indígena sobre la aventura histórica de Antonio Santos de la Puente que el escritor simplemente asume en su libro “Leyendas del Caroní” como Capitán Antonio Santos.
         La leyenda la titula “El Trono de Amalivac”.  Amalivac, Amalivacá o Amalivaca, según el misionero italiano jesuita Felipe Salvador Gilij, es el dios de los Tamanacos que él ubica al norte del actual municipio Cedeño cuya cabecera es Caicara del Orinoco.  Pero Celestino Peraza lo describe como el dios o héroe de toda la raza indígena que se extiende desde y hasta más allá  de Guayana y que no era otro que el inca Coro-Capac también llamado “El Dorado”.   Pero históricamente no existió ningún Cora-Cápac sino Huayna Cápac, emperador del imperio Inca desde Chile hasta Colombia.  Al morir, el imperio quedó divido entre sus hijos Huáscar y Atahualpa.  Huáscar huyendo de la persecución mortal de su hermano se habría refugiado con todo su tesoro en  predios de Guayana colindantes con parte del imperio incaico y que Celestino Peraza ubica en la cima de la sierra Paracambo de  más de 2.500 metros de altura.
         Tal vez Peraza con el nombre de Cora-Cápac quería referirse a Huáscar Cápac. Lo cierto es que hasta allá se aventuró el Capitán Antonio Santos no obstante la oposición del cacique de los Arecunas, Macapú, alegando por experiencia que quién se atrevió hacerlo jamás regresó.
         Santos junto con cinco acompañantes hispanos corrió con suerte al ingresar a la ciudad dorada a través de una caverna larga y profunda colmada de esqueletos humanos.  El trono de Amalivac estaba custodiado por tres tipos de humanos: gigantes un ojo en la frente, Rayas sin labios y sin boca y enanos con cabeza de perros.  El mayordomo y médico del palacio de nombre Tocoroima recibió a los visitantes y antes de conducirlo a Amalivac los sometió a un interrogatorio que terminó con la siguiente sentencia: “Pues bien, estáis en el Dorado, en el Imperio del Inca Cora-Cápac  llamado Amalivac por los aborígenes de América, mas el mortal que llega al Dorado no vuelve a su país.  Preparaos a vivir aquí o a morir sin remisión, cualquiera de vosotros que intente escaparse”. Por supuesto, se resignaron a vivir en aquella extraña ciudad neblinosa.  A Santos le asignaron de compañera y esposa a una mujer muy bella y escultural, pero ciega y sordomuda para que pudiera como lo deseaba, librarse de los celos que poseyeron a sus dos esposas anteriores, pero tan pronto tuvo oportunidad escapó cuando haciéndose el muerto fue arrojado a la caverna por donde había ingresado.  No aguantaba a su esposa –es la anécdota-, tenía el olfato y el tacto muy desarrollados, lo husmeaba certeramente por todas partes y los arañazos lo estaban dejando sin pellejo.

         

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