El indígena de la raza Guaikerí,
Carlos del Pino, acompañó a Humboldt y Bonpland durante su exploración
científica por el Orinoco, pero murió en Angostura luchando contra la implacable
zoonosis de la selva.
Este era un indígena de la raza
guaikerí, vigoroso y fuerte como todos los hombres del mar, que desde niño
soñaba con ir más allá de la Isla
de Coche y de las costas de la Nueva Andalucía , pero su piragua hecha con el
robusto tronco de un árbol no podía remontar las olas altas como los barcos
españoles que desde 1492 llegaban por aquellos mares.
¡Si
alguna vez pudiera penetrar el horizonte desde la jarcia de uno de esos barcos! - soñaba Carlos del Pino que así
se llamaba aquel indio guaikerí de piel cobriza, sagaz observador y siempre
desnudo hasta la cintura.
La mañana del
15 de julio de 1799 cuando iba de patrón en su piragua con varios de su raza a
buscar madera de construcción en los bosques de cedro que se extiende desde el
Cabo de San José hasta más allá de la desembocadura del río Carúpano, sin más
bastimento que cocos y pescado frescos, observó que un barco español fondeaba
cerca de la Isla
de Coche, izaba el estandarte de Castilla y lanzaba cañonazos. Temeroso y sin saber de qué se trataba, en
vez de huir como lo hacían otras piraguas, Carlos del Pino puso proa hacia la
corbeta.
Era el
“Pizarro” donde viajaban hacía 40 días, desde el puerto de la Coruña en España, los
naturalistas Alejandro de Humboldt y Amadeo Bonpland, a los cuales le llamó la
atención aquella pequeña isla baja con médanos enclavados, aparentemente
deshabitada y llena de cactus cilíndricos, semejantes a candelabros.
Como las
sondas habían indicado poca profundidad, no desembarcaron sino que escudriñaron la isla a través del catalejo. Así que luego
de varias horas levaron anclas y navegaron hacia el Oeste, rumbo a Cumaná. A
bordo iba el indio Carlos del Pino. Había abandonado a sus compañeros para
desde las jarcias de una corbeta realizar el sueño de ver el horizonte verde
donde quedaría para siempre.
En el trayecto
el indio entretenía a Humboldt y a Bonpland con relatos de su tierra. De esta
manera se enteraron de que a pocas millas de la costa existía una faja de
tierra montuosa y fría, habitada por españoles y de que en las llanuras viven
dos especies de cocodrilos así como boas, anguilas eléctricas y varias especies
de jaguares. Humboldt comenzó a despertar su extraordinaria curiosidad por las
maravillas del país que comenzaba a visitar.
Le inspiró el
indio tanta confianza y sabiduría que se lo llevó consigo de ayudante por todo
su recorrido recolectando plantas y animales, estudiando y analizando el calor,
el contenido magnético y eléctrico de la atmósfera, determinando longitudes y
latitudes geográficas, midiendo montañas e investigando al fin todo el poder
viviente de la naturaleza.
Para todo
venía muy bien, en una u otra tarea, el indio Carlos del Pino que de lobo de
mar se veía de pronto convertido en alumno de la ciencia. Acostumbrado al
viento franco y a la inmensidad del mar, le parecía muy poca cosa aquellos
ríos, sin embargo, experimentaba cierto sobrecogimiento por las selvas presintiendo
como mal augurio que sería al fin atrapado por ella.
Por eso, luego
de varios meses de recorrido, quería dejar atrás el Apure, el Orinoco, el
Atabapo, Río Negro y el Casiquiare para retornar pronto al mar con los suyos,
pero tal como lo presentía, llegando a la Angostura del Orinoco, la malaria comenzó a minar
su cuerpo y la miel mezclada con extractos de quina no pudo, como a Humboldt y
Bonpland, salvarle la vida. Murió a los ocho días de haber llegado a aquel
puerto fluvial de la colonia gobernado por don Felipe Inciarte. De Carlos del
Pino nunca más se supo en la tierra de los guaikeríes. Se quedó para siempre
sembrado en Angostura el indio que renunció al mar para descubrir el horizonte insondable de la selva.
Muchos años
después, el marino Antonio Coello Fernández, de tanto escuchar por las noches a
su abuela narrar la aventura del indio guaikeri, anheló la oportunidad, hasta
que le llegó sorpresiva e increíblemente, de renunciar al mar, aunque temporalmente, para descubrir el horizonte
insondable de la selva.
La
oportunidad se la ofrecieron en bandeja de plata los hermanos Constantino
Georgescu Pipera y Paúl Georgescu
Pipera, quienes con el camarógrafo Mark
Mikolas realizaron el proyecto de navegar durante dos
años, la vía fluvial que une a Venezuela con Argentina a través del Orinoco,
Amazonas y Río de la Plata. En
total 40.000 kilómetros de navegación a
bordo del peñero margariteño “Niculina”. Fue la expedición más extensa que se
ha hecho por la red hidrográfica suramericana de Venezuela a Argentina, ida y
vuelta, pasando por Brasil, Bolivia, Paraguay, Perú, Ecuador y Colombia. Antonio Coello Fernández, patrón del peñero,
se negó por superstición hacer escala en Angostura. Distinto a su paisano Carlos del Pino,
retornó al mar donde continúa navegando y
contando a cada pasajero su proeza de mar y río que le ha valido un lugarcito
en la historia de la ansiada navegación por tierras del Hinterland
suramericano.
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