La escritora Lucila Palacios que
era una niña nerviosa y frágil, vivió por mucho tiempo impresionada por los
relatos que circulaban sobre el Muerto de la Carata.
Comenta la
novelista bolivarense que aquel suceso, inesperado y misterioso, conmovió a
Guayana entera y pudo llegar lejos gracias a los viajeros. La noticia cundió
por toda la república hubo grupos de incrédulos y de supersticiosos que
viajaron expresamente para asistir a la visita del muerto. Los miedosos
escurrían el bulto en cuanto se escuchaba el galope de la cabalgadura en la
sombra. Otros, atrevidos, lo invitaban a iniciar un diálogo, pero vino un día
en que el alma en pena dejó de percibirse. En vano se reunían los vecinos y
visitantes para esperarlo. No hubo ninguna explicación, pero se especuló con
relación a una sociedad de espiritistas y también sobre un supuesto aficionado
que experimentaba su poder de ultratumba.
Esta
especulación coincide en cierta forma con lo que dice el escritor y político
Horacio Cabrera en su libro “El Abuelo” dedicado al general Domingo Sifontes
cuyo nombre ostenta el municipio que tiene a Tumeremo como capital.
La familia
Sifontes era dueña en Tumeremo del hato La Carata , escenario principal de las apariciones
misteriosas que comenzaron a fines del siglo diecinueve y que mantenían
asombrado no sólo a los guayaneses sino a quienes venían de todas partes de
Venezuela atraídos por la añagaza del oro, el Bafatá y el diamante.
Cuenta Horacio
Cabrera que un miembro de la misma familia Sifontes, cuyo nombre legítimo
oculta el escritor bajo el de Pedro Manuel, era realmente el invocador del
espíritu del muerto, a través de un personaje muy singular del propio hato,
llamado Joaquín, que servía de médium.
Pedro Manuel
era un personaje culto que había vivido en Francia, pero conocedor de los
aspectos rústicos de la vida y trabajos del campo. Sifontes dice que era
ventrílocuo y que esa condición le facilitaba la patraña pues Joaquín con
ciertos rasgos oligofrénicos no era tal médium sino una personalidad débilmente
sugestionable a quien Pedro Manuel manejaba a su antojo. La concurrencia no lo
percibía porque el episodio de la aparición transcurría de noche con la luz de
acetileno apagada.
Lo cierto es
que el Muerto de La Carata
atrajo gente de todas las partes, incluyendo a obispos y frailes, judíos,
taoistas, budistas, chinos, japoneses, musulmanes, sacerdotes ortodoxos
griegos, doctores de diversas especialidades y en fin, forasteros de todo
calibre y tamaño provistos de talismanes y crucifijos. Tanta gente llegaba en
romería a La Carata
que el viejo Domingo Sifontes se vio en la necesidad de construir un nuevo hato
llamado Buen Retiro, para librarse de las perturbaciones y del escandaloso
costo diario que significaba recibir y mantener a tantos visitantes.
Así fue como
el viejo Sifontes resolvió salir del hato, venderlo, pero sin el muerto claro
está. Ya éste virtualmente había desaparecido de los corredores del inmueble.
No entraba sino que, a decir de los campesinos, prefería recrearse al
descampado por los interminables caminos del llano. El hato lo compró el
ganadero Rafael Ángel Matos Mora de quien se dijo, siguiendo el resplandor de
una luz, encontró cierto tesoro fraileño al pie de un árbol llamado Fruta de
Burro.
Entonces se
corrió la voz de que al fin el Tesoro de los Frailes del que tanto se venía
hablando desde 1817 después de la
Batalla de Chirica, había aparecido al pie de un árbol.
José
Tiburcio Ruiz, patrón costanero del río Caroní, empleado de Edelca y conductor
de una chalana por el paso de Caruachi,
siempre oyó hablar por esos lados del Tesoro de los Frailes y tenía entendido
que cuantificaba 21 millones de pesos en lingotes de oro y el cual estaba
enterrado en un sitio que mientras tuvo vivo parecía un secreto que guardan muy
bien en su tumba las víctimas de la
hecatombe.
Tiburcio
Ruiz vivía instalado en Caruachi desde noviembre de 1939 que entró a trabajar
con el doctor Ángel Graterol Tellería,
quien construyó la carretera de tierra hasta el Yuruari siguiendo una trilla
mandada a abrir por el gobernador Vicencio Pérez Soto en 1920 para que pasaran
las recuas de mulas y carro matos que hacían el transporte de carga y pasajeros
hasta más allá de Nueva Providencia.
Lo cierto de
todo es que del Muerto de la
Carata no se volvió hablar más. Las más expertas opiniones
coinciden en decir que el popular fantasma hizo mutis tras la muerte de
Joaquín, quien fue hallado cerca del Tapón de La Carata , todo golpeado, la
lengua afuera y con el cráneo fracturado. Más tarde apareció en idénticas
circunstancias, Pedro Manuel. Sobre esos sucesos tan horriblemente trágicos se
especuló mucho. La superstición las atribuyó al propio Muerto de La Carata , mientras hubo quien
dijera que se trataba del brazo armado de Dios contra un ritual condenado por la Iglesia.
el muerto de la cara part II
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