El 11 de junio de 1992 cayó
el Tamarindo de la Casa
de San Isidro. Cayó para no levantarse sino temporalmente en sus
ramas, en sus elípticas hojuelas, en sus flores amarillas, en fin, en las
semillas de sus frutos pulposos. Ese día
ingrato y bajo una lluvia tenue quedó irremisiblemente desplomado el
tronco añoso y como un anciano horizontal continuó por escaso
tiempo resistido a la muerte.
La ciudad creció, coetánea con ese Tamarindo nacido en la
brecha de una inmensa laja sobre la cual se levantó la que fue casa principal de la hacienda de San
Isidro y luego morada del Libertador.
Bajo la augusta sombra de ese Tamarindo dice la historia, o
la leyenda, que el Jefe Supremo de la naciente República amarraba su brioso y
altivo corcel, pues el Libertador solía cabalgar muy de mañana
y su caballo preparado siempre estaba
allí a la espera. De manera que
el árbol añejo podría contar la historia de aquel ejemplar enlazado en la mesa de Angostura y que seguro
no tuvo el mismo destino trágico del que
montaba el derrotado Brigadier Miguel de
la Torre en 1817 cuando los patriotas sitiaron Angostura.
Entonces, el noble Tamarindo podría testimoniar también el paso por esos predios pétreos de aquel hombre de tez
curtida y ojos destellantes que planificaba victorias, dictaba cartas tras
cartas, proclamas tras proclamas, decretos y discursos tras
discursos a sus incansables amanuenses.
Podría contar la historia de Angostura o de la propia casa
colonial desde el día en que aquel
Rafael Vélez, funcionario del gobierno
de Manuel Centurión Guerrero de Torres, la levantó como centro granero de una
ciudad que apenas daba pasitos por la orilla pedregosa del río.
Pues bien, el Tamarindo resplandeciente en su verdor saludaba
la tenue lluvia de aquel día de junio cuando sus raíces quedaron vencidas
por la implacable dureza de la roca y un brocal mal construido. Estaban agotadas de tanto luchar contra la
aridez de la piedra y los brocales
adyacentes. El Tamarindo de San Isidro
ya anciano y arrugado se ve allí recostado sobre una piedra amurallada de
concreto, aguardando irremisiblemente la muerte, pero al borde de su pie, donde
sus raíces transpiran la gelatina de su savia nutriente, se plantó un hijo que estará grande cuando ya amarillas
sus elípticas hojuelas, hayan sido
recogidas por el viento. Viento de
fronda. Como el que un día sacudió al
Samán de Güere hasta quebrar el tronco de su ingente envergadura, pero queda
el aliento esperanzador de unas simientes que, como ayer en el mismo lugar de
su caída, brotarán en otros surcos como
ha brotado y crecido en una esquina del Parque Leonardo Ruiz Pineda desde el
primero de mayo de 1982 que lo sembraron allí José Luis Candiales y Paúl Von Buren.
Más tarde Leandro Aristeguieta
plantó otro en la Escuela que
lleva el nombre de su pariente José Luis
Aristeguieta en el Paseo Orinoco.
Tres de las últimas semillas germinaron en el área de
Horticultura del Jardín Botánico y la idea era que uno de esos descendientes fuese a la plaza del héroe
que probó el fruto agridulce de su gloria.
Nos lo imaginamos a la luz de esta poética leyenda grabada en un mármol
de la Casa de
San Isidro por el romancero bolivarense Héctor Guillermo Villalobos: “Noble
mármol, recuerda al pasajero / que
incansable se acogió a la sombra / de este árbol fiel cuyo rumor lo
nombra / en azulejo y viento mañanero / Cante sobre la piedra el aguacero / pinte el sol guayanés
su verde alfombra / y repose el viandante que se asombra / del cielo
vegetal, fresco y casero / estuvo aquí su rápida escritura / trazaba aquí
mensaje de Angostura / que era ya clara página de historia / Tal vez
el labio el fruto probaría / y acaso en
su sabor presentaría / el regusto agridulce de la gloria.”
El Tamarindo aflojó sus raíces y cayó bajo el peso de la
historia optando a la otra vida de lo abstracto que lo desfigura de la realidad
objetiva para dar lugar al mito individual del colectivo.
Cada quien le da ahora al Tamarindo una vida recreada de mil
maneras en la memoria donde nunca deja de faltar la figura del héroe que se
pasea con las botas de montar sobre las piedras y se inclina para ceder a la
provocación del fruto de cáscara quebradiza esparcida en la esfera de su
sombra.
El héroe otea el horizonte verde de la quebrada fluida y
cantarina del Morichal donde las madrugadoras lavanderas del vecindario azotan
los vestidos, entonces aguza el oído y lo sorprende su frustración de no haber
podido silenciar el pecado del amor furtivo.
Y es que el amor carnal lo persigue por todos los caminos de
la guerra y de la paz y no podía ser este de Angostura la excepción. Aquí
estaba bajo la fronda del Tamarindo y frente a la quebrada de esta logia de
mujeres que golpea contra la piedra su martillo de sentencia obligándolo a escapar
en su cabalgadura por otros caminos arenosos, húmedos, llenos de guijarros,
pero suavizado por la aurora y el canto glorioso de los pájaros.
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