viernes, 5 de julio de 2013

El Muerto de la Carata (II)



La escritora Lucila Palacios que era una niña nerviosa y frágil, vivió por mucho tiempo impresionada por los relatos que circulaban sobre el Muerto de la Carata.

Comenta la novelista bolivarense que aquel suceso, inesperado y misterioso, conmovió a Guayana entera y pudo llegar lejos gracias a los viajeros. La noticia cundió por toda la república hubo grupos de incrédulos y de supersticiosos que viajaron expresamente para asistir a la visita del muerto. Los miedosos escurrían el bulto en cuanto se escuchaba el galope de la cabalgadura en la sombra. Otros, atrevidos, lo invitaban a iniciar un diálogo, pero vino un día en que el alma en pena dejó de percibirse. En vano se reunían los vecinos y visitantes para esperarlo. No hubo ninguna explicación, pero se especuló con relación a una sociedad de espiritistas y también sobre un supuesto aficionado que experimentaba su poder de ultratumba.
Esta especulación coincide en cierta forma con lo que dice el escritor y político Horacio Cabrera en su libro “El Abuelo” dedicado al general Domingo Sifontes cuyo nombre ostenta el municipio que tiene a Tumeremo como capital.
La familia Sifontes era dueña en Tumeremo del hato La Carata, escenario principal de las apariciones misteriosas que comenzaron a fines del siglo diecinueve y que mantenían asombrado no sólo a los guayaneses sino a quienes venían de todas partes de Venezuela atraídos por la añagaza del oro, el Bafatá y el diamante. 
Cuenta Horacio Cabrera que un miembro de la misma familia Sifontes, cuyo nombre legítimo oculta el escritor bajo el de Pedro Manuel, era realmente el invocador del espíritu del muerto, a través de un personaje muy singular del propio hato, llamado Joaquín, que servía de médium.
Pedro Manuel era un personaje culto que había vivido en Francia, pero conocedor de los aspectos rústicos de la vida y trabajos del campo. Sifontes dice que era ventrílocuo y que esa condición le facilitaba la patraña pues Joaquín con ciertos rasgos oligofrénicos no era tal médium sino una personalidad débilmente sugestionable a quien Pedro Manuel manejaba a su antojo. La concurrencia no lo percibía porque el episodio de la aparición transcurría de noche con la luz de acetileno apagada.
Lo cierto es que el Muerto de La Carata atrajo gente de todas las partes, incluyendo a obispos y frailes, judíos, taoistas, budistas, chinos, japoneses, musulmanes, sacerdotes ortodoxos griegos, doctores de diversas especialidades y en fin, forasteros de todo calibre y tamaño provistos de talismanes y crucifijos. Tanta gente llegaba en romería a La Carata que el viejo Domingo Sifontes se vio en la necesidad de construir un nuevo hato llamado Buen Retiro, para librarse de las perturbaciones y del escandaloso costo diario que significaba recibir y mantener a tantos visitantes.
Así fue como el viejo Sifontes resolvió salir del hato, venderlo, pero sin el muerto claro está. Ya éste virtualmente había desaparecido de los corredores del inmueble. No entraba sino que, a decir de los campesinos, prefería recrearse al descampado por los interminables caminos del llano. El hato lo compró el ganadero Rafael Ángel Matos Mora de quien se dijo, siguiendo el resplandor de una luz, encontró cierto tesoro fraileño al pie de un árbol llamado Fruta de Burro.
Entonces se corrió la voz de que al fin el Tesoro de los Frailes del que tanto se venía hablando desde 1817 después de la Batalla de Chirica, había aparecido al pie de un árbol.
            José Tiburcio Ruiz, patrón costanero del río Caroní, empleado de Edelca y conductor de  una chalana por el paso de Caruachi, siempre oyó hablar por esos lados del Tesoro de los Frailes y tenía entendido que cuantificaba 21 millones de pesos en lingotes de oro y el cual estaba enterrado en un sitio que mientras tuvo vivo parecía un secreto que guardan muy bien en su tumba las víctimas de la  hecatombe.
            Tiburcio Ruiz vivía instalado en Caruachi desde noviembre de 1939 que entró a trabajar con el doctor  Ángel Graterol Tellería, quien construyó la carretera de tierra hasta el Yuruari siguiendo una trilla mandada a abrir por el gobernador Vicencio Pérez Soto en 1920 para que pasaran las recuas de mulas y carro matos que hacían el transporte de carga y pasajeros hasta más allá de Nueva Providencia.
Lo cierto de todo es que del Muerto de la Carata no se volvió hablar más. Las más expertas opiniones coinciden en decir que el popular fantasma hizo mutis tras la muerte de Joaquín, quien fue hallado cerca del Tapón de La Carata, todo golpeado, la lengua afuera y con el cráneo fracturado. Más tarde apareció en idénticas circunstancias, Pedro Manuel. Sobre esos sucesos tan horriblemente trágicos se especuló mucho. La superstición las atribuyó al propio Muerto de La Carata, mientras hubo quien dijera que se trataba del brazo armado de Dios contra un ritual condenado por la Iglesia.


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