domingo, 7 de julio de 2013

El Ánima de Parasco

Agustín Parasco fue un recluta de principios de siglo que cayó en esas periódicas redadas gomecistas que se llevaban a cabo en la provincia adentro cuando el gobierno requería de gente apta para nutrir o reforzar la vanguardia de su batallones cada vez que en algún lado de la Venezuela levantisca surgía, como por arte de magia, un brote guerrillero, siempre, en términos políticos, contra “el actual estado de cosas”.

            A Gómez se le atribuye el mérito de haber acabado con ese estado de perversidad social denominado “caudillismo” y que ensangrentaba al país desde los tiempos de la Independencia. Gómez, ciertamente, acabó con ese mal, pero a fuerza de reclutar jóvenes imberbes para enfrentarlos a las montoneras guerreristas de los hacendados autoproclamados generales.
            Llegó un momento en que eran muchos más los generales de montoneras que los de carrera dentro de las Fuerzas Armadas Nacionales. Tantos eran que no había plaza ni plata para mantenerlos a todos en posiciones del ejército. Hubo que sostenerlos dándoles el Gobierno prebendas y facilidades para otra actividad. De suerte que muchos se veían obligados a volver a su oficio primitivo o al que más le cuadrara, contentándose con estar bien con el gobierno y responderle cada vez que requiriese de sus servicios.
            En esas condiciones estaba en Upata desde 1910 el Coronel Jesús Manuel Rojas, que desde Coro, su tierra natal, se había sumado en la lid de la Restauración Liberal con Cipriano Castro y luego en la de la Rehabilitación con el General Juan Vicente Gómez.
            Pues bien, el coronel Jesús Manuel Rojas, era coreano, pero radicado en Upata, donde contrajo matrimonio con Carmen Luisa Perret, con la que tuvo a Carlos, Luisa Carmen y a su homólogo Jesús Manuel Rojas, el padre de nuestro amigo Raúl Rojas Ferrini, “Cabito Rojas” que, no obstante ejercer la abogacía en Caracas nunca pierde el contacto con su tierra.
            El coronel tenía en Upata un Comercio pero, en tiempo de recluta, Gómez le ponía a su disposición una compañía de soldados para que le reclutara gente en la región del Yuruari. Gente que reclutaba, gente que entrenaba de inmediato y le ponía al hombro su fusil. En esos menesteres andaba el coronel cuando llevaba ochenta hombres y en una parada se suscitó una bronca entre dos reclutas armados, uno de ellos, el upatense Agustín Parasco, a quien el Coronel Rojas le puso el ojo y reprendió severamente.
            La admonición la acusó tanto Parasco que intentó responder con su fusil, pero una bala disparada por un cabo de confianza del Coronel lo dejó paralizado y sangrante sobre sus rodillas.
            El disparo había sido mortalmente certero y sus compañeros de armas quisieron, antes de partir, darle sepultura, pero el Coronel rotundamente se opuso.
            Al regresar del interior, pasaron por el sitio y encontraron el cuerpo examine del joven Parasco recostado sobre un Chaparro, tal cual como lo dejaron el mismo día de la tragedia. Su cuerpo en aquel estado intacto, virtualmente incorruptible, impresionó honradamente hasta el propio Coronel que ordenó de inmediato darle sepultura. Una cruz clavaron sobre el túmulo de tierra y hasta allí las voces del suceso comenzaron a retornar en rezos que aún no terminan. Las oraciones de quienes se encomiendan al alma de Agustín Parasco, surten un efecto sicológicamente increíble.
            Encomendarse al alma de Agustín Parasco por cualquier camino desolado y en algún trance, es común entre la gente de la región del Yuruari, especialmente de los que están más cerca del Yocoima.
            Y el Coronel Jesús Manuel Rojas por ese hecho se hizo más renombrado que nunca y su fama la solía el mismo reafirmar cuando se autoproclamaba como “el único hombre que hace Santos en Guayana”. Por lo menos así le dijo a uno que a boca de jarro quería dispararle y le respondió colocándole una daga en el estómago con estas palabras: “Tú como que también quieres ser santo?.
            Otra versión tomada de la novela *Balatá* de Francisco de Paula Páez, dice que Parasco era una excelente Baquiano de los montes de Altagracia y a los viajeros y arrieros que pernoctaban en el lugar solía esconderles las bestias. Parasco al día siguiente se ofrecía para buscarlas. A poco venía con ellas y el dueño le pagaba diez pesos por su trabajo, hasta que una vez los sorprendió en la trampa un arriero y lo dejo tendido en el sitio. De todas maneras, las bestias se siguieron extraviando después del trágico suceso y Parasco las encontraba bajo la promesa de una vela.

            Rómulo Gallegos dice en “Canaíma” lo contrario. Según el novelista. “Parasco fue un carrero de alma bondadosa a cuya ánima se encomendaban todos los del Yuruari cuando se ponían en camino. Un hombre entre los hombres, no mejor que muchos los de su oficio, que ya también habían muerto o todavía conducían sus mulas, acaso un poco más paciente cuando éstas se les atascaban en los barrizales; de ningún modo un santo, sino muerto entre los muertos, carrero perenne de un convoy invisible que viajaba de noche dejando por los malos pasos la carrilada buena de seguir. A la orilla del camino está el rústico mausoleo que le levantaron los del gremio para perpetuar la memoria de sus duros trabajos y sus marchas pacientes, y para depositarle la ofrenda de velas –luces para su convoy invisible- a fin de que su sombra tutelar lo protegiese durante el viaje o en pago de las promesas hechas cuando se les perdían las bestias, las noches de los paraderos a la intemperie, y una silenciosa sombra blanca los ayudaba a encontrarlas”.

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