La respiración
artificial boca a boca los poetas la han asumido como el beso de la vida, de
igual manera bien pudiera asumirse el cuento literario, de manera cardinal el que
conlleva abundosa imaginación. El
cuento, un buen cuento, salva, no una, sino muchas vidas, y las rescata para la
plácida serenidad del mundo espiritual.
El
beso de la vida
Un gato siamés, llamado Milungo,
fue el único heredero de una fortuna de
50.000 dólares dejada al morir por una anciana, viuda de un norteamericano que
vivió en Angostura en tiempos de Mene Grande Oil Company.
La
señora Mara falleció un día de abril dejando en Florida su casa y sus acciones
al gato, el cual quedó al cuidado de su gran amiga la señora Genoveva, quien
recibió alquiler gratis mientras vivió Milungo. Después de morir el gato -eso
decía el testamento- la fortuna debía pasar a ella o a sus hijos si los llegara
a tener. Pero la señora Genoveva nunca tuvo hijos ni se interesó en casarse,
pues todo su tiempo y su amor los dedicaba al gato.
Milungo
rebasó el promedió de vida de los gatos. Vivió un poco más de quince años.
Murió de viejo y después que su nueva ama lo llevó al restaurante “Animal
Gourmet”, único de su tipo, donde solía degustar sabrosos platos el día de su
cumpleaños.
La
señora Genoveva se había encariñado tanto con el gato que después de muerto no
podía vivir sin él por lo que para llenar el vació, un vecino, también amigo de
los gatos, le aconsejó se buscara un sustituto de la misma raza.
Un
día de marzo, leyendo la prensa, se interesó por “Squeak”, un gato siamés, que
había hecho cinco cruces trasatlánticos en dos días. Estaba siendo embarcado
desde Londres a Chicago cuando se perdió en el departamento de carga. Squeak no
fue encontrado hasta que el avión regresó a Londres, luego a Montreal, más
tarde a Londres. El gato fue alimentado y enviado por quinta vez a través del
Atlántico y se reunió con su propietario en Chicago, a donde viajo la señora
Genoveva para comprarlo con parte de la herencia que a esa altura ya se había
multiplicado por efecto de los dividendos.
Squeak
era lo que se conoce como un gato real de Siam, con cabeza, cola y patas color
chocolate oscuro, y el resto del cuerpo más claro. Pero según el veterinario
que periódicamente lo chequeaba, le hacía falta un compañero, por lo que
Genoveva no vaciló he hizo traer de la
tienda de animales de Roy Tutt, un gato de vello extremadamente largo y suave llamado
“Match” con el cual Squeak parecía llevársela bien. Match era una gata de
Angora, vale decir, originario de Ankara, capital de Turquía, y la cogió por
treparse en el tejado, atraído por una gata cartuja del vecino, con la cual a
la larga tuvo dos lindos gatitos. El vecino, quien al parecer sabía mucho de
gatos, sorprendió a la señora Genoveva con la novedad manifestándole su
contento, pues loa gatitos eran persa en razón del cruce de razas y le prometió
uno tan pronto la madre dejara de amamantarlos. Así ocurrió y la señora
Genoveva llegó a tener una familia de tres gatos que llegó a aumentar a cuatro
con “Minino” un venezolano de color atigrado que le mandó de regaló el señor
Hoyt Sherman desde Guayana, al enterarse
de la muerte de Milungo, de la esposa de su antiguo amigo de la Mene Grande.
El
criollo felino tenía unos ojos de color naranja que deslumbraban en la
oscuridad y unos bigotes que parecían antenas. Era buen cazador, y desde los
gruesos muros y azoteas de las viejas casa angostureñas por donde se la pasaba
día y noche a disgustos de su amo, mantenía a raya a los roedores de los
predios cercanos. Pero, ahora en Florida, era distinto. Aquí disfrutaba una
vida moderna de consentimiento, bien alimentado, y sin necesidad de andar
corriendo detrás de las ratas que llegaban de Europa en los barcos de la Real Holandesa.
Los
cuatro animales que habrían sido cinco si no hubiese muerto Milungo, disponían
de un cuarto exclusivo para ellos en la casa de Florida. La habitación,
decorada a lo Walt Disney, tenía una puerta gatera por donde entraban y salían
a su antojo, y en cada rincón un almohadón que hacía las veces de cama. En otro
lugar afuera se les servía la comida a base de carne y pescados alternos dos
veces al día y agua continuamente limpia y fresca. Eran gatos inteligentes que
se habituaron rápidamente a las costumbres de la señora Genoveva, quien los
sacaba a pasear y el día de su cumpleaños, pues cada cual tenía su pedegree,
los llevaba al “Animal Gourmet” donde la vida perruna y gatuna se veía muy bien
gratificada, pues allí ofrecían para ellos bistés, quiso de riñón, pasta de
hígado, cóctel de langostinos, filet de pescado hervido, comidas fría y la
infaltable torta individual de cumpleaños a base de hígado y alimento
concentrado, nevada con leche en polvo y decorada con artísticos acanalados en
azul o rosa, y el nombre del cumpleañero.
Cada
día la señora Genoveva amaba más a su familia gatuna e interesada por el
origen, raza, costumbres, mitos y
leyendas de esta menuda familia de los felinos, procuró literatura
especializada que la remontaron hasta la época del Diluvio cuando según la
leyenda hebrea el patriarca Noé, desesperado por las ratas y ratones que
consumían sus provisiones, rogó protección divina y Dios le envió al León. El Rey de la selva estornudó y de su nariz
salieron pequeños gatitos que enseguida comenzaron a cazar.
Otra
versión más próxima a la realidad le decía a la señora Genoveva que el gato de
nuestros días, proviene del gato enguantado al que los egipcios adoraban como
divinidad. Este félido era objeto de
culto, especialmente en Bubasti, ciudad consagrada a la diosa Bastet, que tenía
cabeza de gato. Según el historiador
Heródoto, cuando en Egipto estallaba un incendio, o había una catástrofe, lo
primero que hacían era salvar a los gatos.
Inclusive, si algún habitante mataba uno de estos felinos, se le
condenaba a muerte. Los cadáveres de los
gatos eran embalsamados y enterrados con
gran pompa.
Este
singular hermano menor del Tigre, de la Pantera , del Puma y del León, se conoce en Europa
desde antes de Cristo. Griegos y romanos
lo criaban con finalidades prácticas: cazar los ratones que infectaban a sus
ciudades y producían grandes epidemias.
La
señora Genoveva, además de querer mucho a los menudos felinos, se afligía hasta
el extremo de enfermarse cuando ocurrían en cualquier parte del mundo problemas
de salud física o espiritual que tuvieran que ver con los gatos. Una vez demandó a una Bruja que los utilizaba
en ritos satánicos e interesó a la Fundación
Purina , una de las organizaciones privadas más importantes de
España dedicada al respeto y cuidado de los animales domésticos y con la cual
tenía comunicación permanente, para que emprendiera una cruzada contra unos
camuflados restaurantes de Hong Kong, especializados en manjares a base de
carne de gato, perro y serpiente, con propaganda según a cual, el estofado de
perro, la serpiente frita o la sopa de gato, protege contra los resfríos y
aumenta la potencia sexual.
Cunado
en Bolivia la temible fiebre hemorrágica trasmitida por ratones, diezmaba a los
habitantes de pequeñas localidades en las selvas del noreste, la señora
Genoveva pensó seriamente en darle a su vida y a sus gatos una orientación
menos apegada a la molicie, más altruista y humanitaria. Así que se comunicó con la Embajada de Bolivia y
puso a disposición sus gatos para que fueran enrolados en el ejército gatuno
que, según la prensa, estaban preparando en el altiplano para aerotransportarlo
a las zonas afectadas y darle la batalla a los ratones. Estos roedores portaban el virus causante del
”Machupo” como los lugareños llamaban a la temible enfermedad que mataba en
quince días.
Los gatos cumplieron su misión como
soldados de primera línea en esta guerra
raticida que a la postre resultó tan efectiva como una vacuna. Luego, con distinciones que la señora
Genoveva fue a recibir a La Paz ,
el cuarteto gatuno regresó a su anterior y sosegada vida de molicie en Florida
hasta que la señora Genoveva, optimista por el buen papel que habían hecho sus
gatos en Bolivia, muy destacadamente el gato Minino de Angostura, decidió
enviarlo a Venecia, la tierra natal de su testadora donde por falta de gatos
cazadores, 600 policías municipales habían sido movilizados para combatir una
invasión de ratas.
La
señora Genoveva tenían pensado enviarlos luego a Brasil, donde según las
estadísticas del Ministerio de Salud existían 270 millones de ratas, un
promedio de tres por habitantes, pero sus gatos de buena raza transformados por
obra y necesidad de los bolivianos en hábiles cazadores, no tuvieron suerte,
pues las ratas venecianas eran demasiado grandes y con dientes tan afilados que
terminaron por devorarlos a ellos. Sólo
Minino, como se llamaba el gato atigrado de Angostura pudo salvarse al correr
velozmente y treparse en a cúpula más alta de la Catedral de San Marcos,
de donde no se atrevía a bajar.
Una
brigada de bomberos luchó durante una hora por rescatarlo, pero tuvo que
abandonar la tarea debido a que su escalera de incendio no alcanzaba y a otras
dificultades propias de la hermosa cúpula de estilo oriental que hacía
imposible la operación salvadora.
Pero
un trapecista de circo trepó hasta cierto punto y logró enlazar al gato luego
de tres intentos, pero con tan mala suerte que el lazo quedó estrangulando el
cuello del Minino.
Actuando
rápidamente un activista de la
Sociedad de Prevención de Crueldad para con los animales, se
hizo cargo del caso. Cuando falló el masaje
del corazón, aplicó a Minino el llamado “beso de la vida” y quedó salvado para
disfrutar con su putativa madre Genoveva, de las vidas que le quedaban.
El Burro de Candelario
Candelario tenía un burro, tal
vez el más singular de los asnos. Se llamaba Matusalén porque según su decir le
sirvió al patriarca durante los 969 años de su vida y estaba destinado a no
morir toda vez que en él habría de montar el Mesías cuando volviese a la
tierra.
Ese burro,
según solía contar el viejo Candelario a sus vecinos de La Alameda de Ciudad Bolívar,
era el mismo creado por Dios al sexto día de la creación; el mismo salvado por
Noé, abuelo de Matusalén, a bordo de la sobreviviente barca del Diluvio y el
mismo utilizado por Cristo para hacer su entrada en Jerusalén. Aseguraba el
viejo Candelario, que cuando Jesús llegó
a la antigua capital de Judea, lo hizo en un burro y no en una burra como muchos especulan.
Es el mismo
burro en que Sileno acompañaba a Dioniso en sus largos viajes. Un burro inteligente, nada torpe. Rechazaba
Candelario la especie tan creída y difundida que coloca al jumento entre los
animales torpes de los solípedos, aduciendo que ese cuento lo inventaron los
romanos para enaltecer hasta el extremo la nobleza del caballo.
Por otra
parte, Candelario atribuía a este burro el descubrimiento de la Primavera Eterna
que les había prometido Dios a los
romanos. Al parecer fue el burro de
Sileno el que descubrió en Guayana la eterna primavera, pues el burro del
sátiro Sileno, protegido de Dioniso, cometió la equivocación cuando luego de un
largo viaje, acaso por cansancio o borrachera, hizo escala en Guayana y se dejo
tentar por las aguas oscuras del Caroní
creyendo que era vino lo que corría como torrentera hasta agotarse en el
Orinoco.
Sileno fue
rescatado por Midas quien también había
llegado a Guayana en busca de fortuna. Sabedor Dioniso de lo bien que se había
portado Midas con Sileno quiso recompensarlo y le pidió que eligiera un deseo. “Que todo cuanto toque se convierta en oro”,
eligió Midas y así le fue concedido, pero pronto se arrepintió pues hasta el
agua y la comida se le transformaban en oro.
Para librarse del encanto, Dioniso atendió su súplica y le dijo que se
bañara en las aguas del Yuruari con lo cual quedó liberado. Se decía después que debido a ello, las
arenas del Yuruari quedaron saturadas de oro.
Desde
entonces, el burro Matusalén comenzó a trotar estas tierras septentrionales del
continente hasta llegar a manos de Candelario, quien lo heredó como un precioso
e inextinguible bien a su vez heredado en consecutivas sucesiones por sus
antepasados remotos. Se decía que las
orejas del burro eran las propias de Midas, castigo de Apolo por no haber
apreciado las tonalidades de su lira.
El burro de
Candelario, no obstante su estirpe y alucinantes leyendas, prestó importantes
servicios a la ciudad. Llegó a cargar
agua y arena de la Cocuyera muchos antes de
que Georges Underhill instalara el acueducto de la ciudad, así como leña para la Planta Eléctrica
de vapor que sustituyó los románticos faroles de Angostura. Pero el burro de
Candelario tenía un defecto que molestaba a las damas y mozas encopetadas y era
que ensuciaba las calles y de vez en cuando destapaba su estuche para mostrar
sin vergüenza los más tangible y rotundo de su ser.
El Alcalde,
vista la circunstancia del animal, obligó a Candelario colocarle pañales cada
vez que saliera con su jumento. Candelario resistió la orden y confinó a
Matusalén hasta mejor ocasión en los predios de la
Laguna El Porvenir, justo en los pastizales
de Paravisini
Un cambio de
gobierno permitió a Candelario rescatar su burro para por lo menos pasear los
domingos y trasladarse a la ciudad pues vivía en Los Morichales. Pero el
borrico durante su tiempo de confinamiento se había hecho aficionado a la
música de tanto que le llegaba el
rumboso sonido desde la Ciudad Perdida
de suerte que cada vez que escuchaba música grabada o en vivo venida de algún
lugar, se negaba a reanudar la marcha hasta que terminara. Un día, Candelario decidió llevar a su Platero a disfrutar
la retreta y éste, no satisfecho con escucharla como todos los demás, entró a la Plaza Pública y se
puso con su batuta a dirigir la orquesta.
Al día
siguiente, Candelario que había decidido
trabajar la tierra, se vino al Casco Histórico por un crédito que le
había otorgado el Instituto Agrícola y Pecuario. Después de cobrarlo se relajó
dando vueltas por la ciudad. De pronto sintió ganas de animarse y entró a la Cantina La Isla. Ya de regreso
y con el Sol transfigurado en crepúsculo no aguantó el trote del burro y se
puso a descansar bajo la exuberancia de una Ceiba. Cuando el Astro Rey
reapareció encandilando su rostro, sintió un cosquilleo en el lado de la
faltriquera. Entonces vio cómo el burro tenía pedazos de billetes en el hocico
y rebuznaba con deleite.
Candelario se
sintió sumamente enojado y murió de la frustración y no se supo más del garañón
hasta que se corrió la noticia según la cual un guayanés que estudiaba en
México dijo a su regreso que lo había visto en el mexicano pueblo de Otumba, donde
los asnos ocupan un lugar distinguido. Los angostureños no supieron jamás cómo
y por obra y gracia de quién, Matusalén llegó hasta allá después que Candelario
falleciera a la edad de 120 años.
La
culebra del mal
En mayo de 1970 cuando el
arquitecto Manuel Garrido Mendoza se posesionó de la Gobernación del Estado
Bolívar, los bolivarenses se sintieron atraídos por aquella figura alta y magra
luciendo en la parte superior de los labios unos bigotes largos,
abundantes y poblados.
Todo
el mundo tenía que ver y para diferenciarlo del común de los bigotes empleaban
el vocablo italiano mostaccio (mostacho) recordando tal vez al venado de
matacán o aquel personaje, Bartell D´Árcy,
de la novela Los Muertos, del escritor y poeta irlandés James Joyce, que
cantaba ópera en el Theatre Royal.
Se
me ocurre que este personaje de Joycee ha debido parecerse a nuestro paisano
bolivarense José Sambrano Ruiz, un ex
gerente de la CANTV ,
a quien los citadinos preferían reconocer como “Bigote Eléctrico”, cognomento que creo le habría venido más
acertadamente a Mario Moreno Cantinflas.
Lo
cierto de todo esto es que a una de las bombas diamantíferas del Guaniamo los
mineros la bautizaron con el nombre “Los
Bigotes del Gobernador”. El diario
El Nacional se ocupó del asunto y hasta el doctor Márquez Bustillos fue
recordado a propósito, sólo que este funcionario de confianza del General Juan
Vicente Gómez tenía los bigotes puntiagudos o vibrisas como un morsa del
Pacífico.
Muchos
bolivarenses siguieron la moda del Gobernador, entre ellos, el Presidente de la Asociación de
Ejecutivos, doctor Ramón Castro Mata, aclarando cuando un periodista le
preguntó, que “antes que imitar al
Gobernador, yo diría que imito más bien a mi abuelo que los usó antes que él”. Por supuesto, eso de dejarse crecer el bigote
viene desde muy lejos y las formas y estilo varían. Por ejemplo el bigote de
Salvador Dalí, era fino y entorchado en sus extremos. Rubén Hugo Ratón Ayala, jugador argentino de
fútbol, se distinguía por su melena y enorme bigote.
También
mi abuelo José de la Cruz
Tillero , muerto en Puerto Rico a la edad de 80 años, se
distinguía por sus bigotes bien tupidos y cuidados. Lo mismo que Goyo Suárez,
carpintero y carenador de barcos, acostumbrado a desayunarse con el majarete
que vendía la vecina. Para lo cual utilizaba un pocillo de peltre, tan
grande, que llevó a un paisano a
preguntarle porque tanto? A lo que
respondió. “una parte para mi y otra para los bigotes” Era el problema de los
bigotudos como Balbino Paiba, mayordomo de los Luzardo y amante de Doña Bárbara
en la novela de Gallegos: “Balbino con sorna y mientras se enjugaba a manotadas
los gruesos bigotes impregnados de caldo grasiento de las sopas…”
También, la
manera como el hombre se manotea el bigote, si lo tiene, revela a otros su
grado de reflexión o preocupación. En “Doña Bárbara”: “Balbino se manotea el
bigote, no para limpiárselo, sino como maquinalmente hacía cuando algo lo contrariaba”.
El más
conocido de los dadaístas, el pintor francés Marcel Duchamp (con obras en el
Museo Soto), que expresó su desaprobación por el “arte agradable y atractivo”
cometió la irreverencia de añadir bigote y barba a una reproducción de la Mona Lisa de Leonardo da
Vinci. Lo iconoclasta de Duchamp encontró también expresión en lo que llamaba
“ready-made”, los objetos cotidianos que él presentaba como obras de arte.
Y volviendo al
arquitecto Garrido Mendoza, debemos decir que anduvo de boca en boca durante
los años 1970-74 no solo por su peculiar estilo de gobernar y de ocuparse de
obras simples como las plazas de bolsillo, sino por su figura alta y delgada y
su atractivo mostacho que llevaron a muchos bolivarenses a imitarlo y a
recordar, no sólo a un tradicional mago
prestidigitador del Circo de Blacamán que por temporadas llegaba a Ciudad
Bolívar y levantaba su carpa con bailarinas, payasos, trapecistas, domadores y
animales en la plaza Centurión, sino a un septuagenario que siempre decía,
siguiendo una vieja tradición, que mientras más largo los bigotes más
respetados sería. De manera que se los cuidó y dejó crecer tanto que para
sostenerlos debió enrollarlos alrededor de las orejas y otras veces ataba sus
puntas detrás de la nuca; pero de noche los bigotes le resultaban un problema:
soñaba que era una culebra tratando de estrangularlo, por lo que terminó siendo
insomne por temor a las pesadillas. Sus amigos más cercanos, incluyendo a un
psicólogo, le dijeron que el remedio estaba en sus manos y que no era otro que
eliminarse los bigotes, pero el septuagenario se resistía alegando que modificaría
su personalidad y que se sentiría como un militar que le quitan el uniforme, el
revólver y las charreteras, además que un brujo le había dicho que mientras más
largo el bigote, más larga la vida terrenal.
Entonces, siguió otro consejo, más divertido, más erótico, más sensual:
contrató a una bailarina desnudista para que lo recreara en sus noches de
insomnio. Remedio perverso, pues cuando la danza llegó al punto de la última
prenda, el buen hombre se quedo dormido para siempre.
Eran tres lagunas, juntas y muy próximas una de
las otras, grandes, difícilmente accesibles, a la margen derecha del Orinoco,
cobijadas periféricamente por una alfombra de Boras desde que perdieron su
comunicación en tiempos de aguas altas con el río.
Su
único nutriente o surtidor eran las aguas de lluvia que drenaba la ciudad a
través del canal de cintura, de una ciudad que fue creciendo sin dejarle más
espacio y respiro que el cielo y sus predios orilleros.
Eran
tres, pero sólo una, la del Medio, era la laguna de los caimanes porque la
gente llegó a creer que allí moraba más de un caimán, pero un solo ejemplar
habitaba el cuerpo de agua, un ejemplar casi domesticado por un niño que vivía
en uno de los barrios de los alrededores.
El
niño se llamaba Chispito, diligente, curioso, avispado, que se apretaba con
índice y pulgar el labio inferior y emitía un silbido largo y agudo que se
extendía sobre la superficie de la
Laguna y casi rielaba y llegaba a producir acentuadas ondas.
El
caimán percibía este silbido y respondía por reflejo deslizando su pesado,
oscuro y costroso cuerpo hasta la orilla
donde se hallaba Chispito con quien había establecido una cotidiana relación de
inteligencia de forma tal que el niño podía sin temor atraer y acariciar el
hocico del extraño saurio.
La
aspiración de Chispito era poder algún día montar al caimán como jinete a su caballo y cabalgar sin rienda por
todos los espacios abiertos de la laguna, asombrando de emoción a vecinos y
turistas; mientras tanto, se conformaba con invitar a sus amigos de la escuela
para que vieran mediante apuesta cómo el caimán respondía su silbido. Chispito se hizo millonario en centavitos,
realitos y golosinas hasta que intervino el cuerpo policial del estado y
previno a los padres del peligro que corrían sus hijos al acercarse a un reptil
tan voraz como el caimán del que se contaban tantas historias.
Del
Caimán del Orinoco se contaban muchas historias. Muy raro que pasara el
año sin la noticia de un ser humano devorado en tiempos de inundación. Si el caimán llegaba a probar carne humana se
quedaba cebado en el sitio por largo tiempo, pues debido a su astucia y a lo
invulnerable de su piel, resultaba difícil eliminarlo. Para liquidarlo había
que dispararle con arma de fuego a las fauces o en la fosa axilar. Los indios tenían su propio método. Lo
capturaban con poderoso anzuelo de hierro puntiagudo, cebado con carne y atado
a una cadena que luego aseguraban en un árbol. Tras su captura terminaban con
él atacándolo con lanzas.
Era
evidente la desventaja del caimán frente a los recursos depredadores del hombre
y mucho más se acentuaba cuando circunstancialmente se engullía a un
infortunado. Para muestra bastaría citar entre numerosos casos, el de Francisco
Castillo, septiembre de 1900. Este mayordomo de uno de los hatos del Torno,
propiedad del general Ernesto García, fue devorado por un caimán contra el cual
luego se desató una persecución implacable hasta que fue capturado.
Para
asegurarse asimismo los vengadores de que se trataba del caimán que andaban
buscando y no otro, le abrieron el vientre y quedaron convencidos, pues
encontraron restos del mayordomo que el caimán se había engullido.
Un
Jueves Santo de 1914, en isla Platero del Paso del Infierno, sucumbió víctima
de la voracidad de un caimán el marinero de la piragua “Amazonas”, Amador
Pérez, de 39 años y natural de Tucacas.
El
infortunado fue cogido por la cabeza y arrastrado violentamente por el saurio,
sin permitir que los compañeros de la embarcación pudieran auxiliar al desgraciado,
al que vieron aparecer a lo lejos, por tres veces, debatiéndose entre las
mandíbulas del animal, hasta desaparecer del todo, sin dejar más rastros que el
sombrero de la víctima.
En
Ciudad Bolívar devoró a una lavandera del sector de Los Corrales. Este fue
perseguido por Santos Rodulfo, empleado de la lancha de Andrés Juan
Pietrantoni, quien le dio muerte y luego lo exhibió durante varios días en la
playa del Paseo.
Frente
al Resguardo de Ciudad Bolívar, Samuel
Gutiérrez, de un solo tiro de máuser, acabó con la amenaza de un caimán, de 3
metros, que merodeaba por esos lados en el año 1931.
Había
otro por la zona de Orocopiche que no dejaba en paz a las tradicionales
lavanderas del sector. Este fue capturado el 3 de julio de 1950, entre la Boca del San Rafael y La Toma.
Se creía que
el último caimán que moraba por estos
predios lo había matado el capitán José
León Medina, en agosto de 1951 cuando el Orinoco se metió hasta algunas calles
de la ciudad y hubo la alarma de un hidrosaurio que veían asomar sus fauces por
el muelle de la Aduana ,
dispuesto a tragarse al primer caletero que cayera al río. Pero no fue así, el último caimán apareció
confinado en la Laguna
del Medio en plena camaradería con Chispito, quien burlando la vigilancia
policial se fue un día a la laguna. Emitió un silbido. El hocico y los ojos del
saurio emergieron del agua y enseguida se dirigió a la orilla. El niño entonces
se sentó en el lomo, agarro la parte delantera de su temible cabeza y comenzó a
cabalgar como todo un señor jinete.
El padre ciego y el niño
anciano
Omer ya podía ver de un modo
científicamente muy particular. Pero no eran sus ojos perdidos en un accidente
lo que realmente le permitía ver, sino los 300 electrodos de titanio que un
genio de la medicina electrónica le había instalado en su cerebro y aquella
minúscula antena bajo su piel. En su pequeña cámara de televisión manual podía
ver con ojos electrónicos a su pequeño Omerto hecho un guiñapo de anciano a
pesar de sus siete años de edad. Habría preferido seguir en tinieblas, pero no
quiso defraudar al científico que se había interesado por su invidencia. Ahora
parecía inevitable tener que sufrir el placer de poder percibir el mundo a
través de la ventana de los ojos.
Lo del
síndrome Hutchinson-Gilford que tanto
le afectaba, apareció mucho después de su operación. Ocurrió cuando Omerto
tenía apenas año y medio. Había nacido aparentemente normal y al quinto mes de
gestado, su madre sabía que era varón. Fue una novedad de la más radiante
alegría. Para saberlo, la madre sólo tuvo que esputar sobre un papel especial
del laboratorio vaticinador del sexo fetal. La desgracia sobrevino como a los
dos años de saberse que no sería hembra. Omerto se fue poniendo calvo y su piel
sin tejidos, débil y transparente. El médico ha dicho ahora que el niño
envejece prematuramente ocho por cada año. A los diez, tendrá la misma edad de
su padre y estará al borde de la muerte. Omer lo sabe y llena con su llanto de
titanio el día y la noche de su desgracia.
Un fígaro de película
Dalilo estaba pensativo, sentado
al borde de una litera, tras la pesada reja del calabozo que un día antes le
habían asignado para pagar la falta que a él siempre lo había hecho feliz. ¿Qué
haría ahora, defenderse? ¿Qué podía
esgrimir en su descargo si todo cuanto le imputaban era cierto? La penumbra del
cine. Los cabellos de las damas seguidas por su rara patología. Las cajitas que
él sólo podía distinguir a la onírica hora de excitarse con el cabello de
ellas. Le atraían las mujeres de caballera libre, abundosa y ondulante: la
dorada, castaña, negra pura, taheña, pero por nada lo atraía la de pelo afro o
ensortijado. Era selectivo y las fijaba en algún punto de la ciudad, luego las
seguía con sigilosa pasión detectivesca. Las averiguaba y llegaba un día en que
podía capturarlas en el cine. Siempre sucedía cuando la pantalla se poblaba de
imágenes luminosas y la atención del espectador era absorbida por la trama. Con
toda naturalidad se sentaba detrás de la elegida y desde su butaca le tomaba y
tijereaba el pelo sin que se diese cuenta. No había que cortar sino lo
suficiente para llenar una cajita como las utilizadas antiguamente para los
fósforos, pero concebida artísticamente y coloreada con el mismo color del
cabello. Habría podido distinguir cada muestra con el nombre de la elegida,
pero le bastaba con tocarla, percibir su olor y color a la hora propicia de
rito que lo envolvía en vaporosa nube de amor y sexo.
Muerte a la carta
Paúl tenía diecinueve años cuando
lo atropello un automóvil. Después no se supo más de su vida. Sólo su madre
podía dar cuenta de ella durante noches eternas. También las enfermeras y los
médicos del Hospital, impotentes ante aquel prolongado estado de coma. Paúl
dormía su sueño más largo. No hablaba, no olía, no veía, no pensaba. Permanecía
inmóvil, si acaso respiraba y aceptaba alimentos líquidos a través de sondas y
en forma inoculada. Paralizado todo su cuerpo horizontal sobre una cama,
respiraba no obstante lentamente y su corazón marchaba despacio. Cinco años en
aquel silencio de estupor era demasiado para un hospital que no aguantaba mucha
carga. De manera que Paúl, con su madre de vigilia al lado, debió regresar a su
domicilio bajo aquel profundo sopor de inconsciencia y de impávida
horizontalidad. Pero quienes viven en ese estado también enferman aunque ya de
por sí lo estén y no tardó en tener dificultades pulmonares. Paúl volvió a ser
hospitalizado y una vez curado de la bronquitis, fue trasladado de nuevo a su
hogar. Paúl ahora tiene 42 años, de los cuales 23 en coma. Su madre, por
supuesto, ya es muy mayor. Pasa de los sesenta y cada día es para ellos una
oportunidad menos de vida. Sin embargo, la madre, fiel a los principios
naturales, se niega adelantar para ningún penitente, la fecha de la muerte. Por
eso, cuando se enteró de la posibilidad de una ley sobre la eutanasia, exclamó
valiente y mirando fijamente a Paúl: “Estoy en contra de esa muerte a la
carta”.
Esquizofrenia de amor
Delia era excepcionalmente bella,
pero no podía disfrutar de sus encantadores atributos. Se lo impedía una
personalidad complicada que la
intranquilizaba desde lo más recóndito de su ser. Tenia diecisiete años y sus
padres decidieron los servicios de un anciano psiquiatra que dirigía una
clínica privada de orientación juvenil.
A muchas
sesiones, sentada cómodamente en un sillón y otras tendida horizontalmente
sobre un diván, asistió con esmerada puntualidad la hermosa joven. La voz suave
del anciano le recorría por su cuerpo. Su sexo vibraba y cada vez las sesiones eran más felices.
Cuando Delia
tenía recesos prolongados, recibía amorosas cartas con descripciones gráficas
de actos sexuales que la hacían paladear un amor al que al fin no pudo
resistirse. Una vez, no sabemos en que sitio ni de que forma, el anciano la
habría poseído; pero luego, la muchacha no podía tranquilizarse. Su problema
derivó en una esquizofrenia de terribles visiones que la sustraían de su mundo
real. Después no soportó más al viejo, quien también tuvo que ser tratado en
una Clínica para enfermos mentales. No obstante, Delia en su mejor momento de
lucidez, se sintió perjudicada y demandó los reparos consiguientes ante un
Tribunal. El anciano fue al estrado de la justicia y negó haber tenido
relaciones sexuales con su paciente; sin embargo, admitió haberle escrito
sesenta cartas de amor, alegando que eran parte de la terapia.
Extraño hallazgo
Un día impreciso, Serafín
desplazaba su automóvil por la carretera a unos 120 kilómetros por hora cuando
comenzó a surgir ante sus ojos el espejismo luminoso de una zaranda gigantesca.
Sorprendido y nervioso por lo que veía, sus pies reaccionaron automáticamente
dejando sobre el asfalto la estela rechinante de los frenos. Intentando
despejar cualquier duda, cerró y abrió los ojos repetidas veces hasta que con
un buen resultado la visión del objeto se deshizo, pero apareció corriendo
menudamente en dirección al auto un animalito con las características de un
perro. Serafín sintió que un gran temor lo invadía, pero decidió abordar al
cachorro. Lo examinó cuidadosamente, lo acarició y terminó llevándolo consigo.
Su automóvil de nuevo rodaba por la vía, pero no con la velocidad de antes,
pues iba escudriñando palmo a palmo el cielo, el horizonte y el ambiente. Así
iba hasta que decidió estacionarse y pensar seriamente en lo que le ocurría.
Volvió a mirar al animal de ojos ávidos y pelaje gris. Por largo rato estuvo
contemplándolo, dudando sobre si proseguir o regresar al cachorro a su lugar de
origen. Se decidió por lo último, pero caminando de regreso, un lobo furioso le
salió al encuentro. Largó el cachorro y corrió, corrió a esconderse hasta
hallar un lugar emergente que para mayor sorpresa y muerte, era la guarida del
lobo.
Un ovni en los bifocales
Él esta allí, mirando fijamente un punto
en el firmamento en actitud contemplativa y con las manos casi hundidas en los
bolsillos. Lo veo de arriba abajo y me detengo en sus pronunciadas entradas
anunciado una calvicie incipiente. Es un hombre delgado, de piel cetrina y
bigote entrecanos. Hurgo alguna señal en los ojos, pero sus lentes me lo
impiden. Es mediodía y las calles están desiertas. El parece no sentir el
refulgente Sol que me tuesta la piel. Me aproximo y al fin sale de su
ensimismamiento.
Esbozó una
tímida sonrisa después que lo enteré del tiempo largo que llevaba observándolo.
Me dijo que lo absorbía un punto luminoso que yo no alcanzaba a ver tras su
índice apuntando hacia más arriba del horizonte. Estaba convencido de que era
un Ovni y no fue posible hacerlo desistir de su percepción hasta que una hora
después escuchamos el ruido de un avión. Entonces me contó que hacía tres días
le había ocurrido lo mismo y me preguntó si acaso no estaría alienándose con
tanta literatura y películas de viajes interplanetarios. Esto me lo decía al
tiempo que volvía la vista y miraba de nuevo el punto luminoso. No era el
avión, pues para él, allí más arriba del horizonte buscando en dirección Norte,
seguía el Ovni virtualmente plantado con su aura de luz. Entonces amablemente
le quité los lentes. Los limpié con mi pañuelo y luego se los colocó. Volvió a
mirar, pero ya el Ovni pulcramente había regresado a su base.
Maullido gatuno
Rebeca escasamente sabía del sol
y del amor paternal. Sólo de las sombras y del aire viciado del escaparate.
Para ella, los juguetes de la infancia no existían mientras permanecía allí en
el escaparate períodos largos en cuclillas, padeciendo el silencio de la espera
y los simples latidos de sus vísceras.
Tenía Rebeca
apenas nueve años y desde que sus padres descubrieron que no era desenvuelta,
parlanchina, alegre y traviesa como el común de los niños, se avergonzaron de
ella y para que no denunciara su retardo la ocultaban dentro de aquel armario
cada vez que debían salir o llegaba alguien de visita.
Rebeca,
mientras permanecía encerrada, lloraba y su llanto era un lamento que un día imprevisto
su prima Dolores, quien llegaba de lejos por sorpresa, percibió como el
maullido de un gato. Cuando abrió la puerta del armario, el gato o la rana o la
niña, con todos sus olores, se le metió como un huracán por los ojos y le batió
el alma. Dolores sudó fría cuando vio que la niña, sentada en sus propios
excrementos, procuraba salir moviéndose como una rana. Desde entonces, Rebeca
no perturba a las buenas visitas ni maúlla ni salta como un anuro. Se recupera.
Ha crecido y aumentado algunos kilos. Un Juez de menores ejerce su custodia
mientras sus padres pagan una fuerte condena.
Vida milagrosa
Cirujanos obstetras extrajeron a
Lazarina del vientre de su Madre en un parto nada normal. Había sido gestada
ella fuera del útero. Los médicos explicaron entonces que el óvulo después de
haber sido fecundado retrocedió a la trompa de Falopio y dejó el sistema
reproductivo a través de una apertura entre la trompa y el ovario. Fue
indudablemente un extraño caso como extraña igualmente fue su virtual muerte y
resurrección. Tenía 25 años cuando Lazarina visitaba el Cementerio invitada por
su Padre y éste le disparó con un arma de fuego al tiempo que la acusaba de
haber deshonrado el nombre de la familia al tener relaciones amorosas nada
convencionales. Del suelo, desplomada, el Padre la tomó. La arrojó al fondo de
una tumba recién abierta muy cercana y la cubrió creyendo que estaba muerta.
Varias horas después, un aterrado Celador comunicó a la Policía que había visto
moverse la tierra de una tumba. Lazarina había recuperado el conocimiento y
pugnaba por salir de aquel infierno.
El Muchacho aquél
Hace unos cuantos lustros que
vivo buscando en la niebla del recuerdo un forastero que vivía en mi patria
ensangrentada y me salvó la vida. La República sucumbía bajo la carcoma de las guerras
fraticidas. Apenas tenía once años. Era un lugar pintoresco de la ciudad y una
torre con un tanque de agua donde había refugiados de las explosiones
mortíferas. Al fin sucedió lo que entre rezos y llantos todos temíamos. La torre
se desplomó de un cañonazo con su inmensa ola y una corriente me arrastró hasta
un río cercano. Un hombre largo y blanco, con un gordo morral y un fusil, me
rescató de la corriente. Mis piernas las sentía y veía desechas entre sus
brazos robustos y velludos. Al fin llegamos a un lugar seguro y no recuerdo en
que lenguaje me dijo que era de un país remoto. Cuatro décadas han pasado. Hoy
me he encontrado con un viejo soldado de la célebre Batalla de Ciudad Bolívar y
él me ha puesto en contacto telefónico con otro viejo camarada que conoció la
historia y me habló de de ese soldado extraño que me recató llamado José
Garibaldi, descendiente de Giuseppe Garibaldi, revolucionario nacionalista
italiano y líder de la lucha por la unificación e independencia de Italia. El encuentro a distancia me ha hecho feliz.
Recordamos. Precisamos detalles. Lo visitaré algún día. Quiero darle las
gracias a esta edad. Le llevaré un regalo. El quizás tiene –ya me lo anunció-
otro regalo para mi. Se llama “El Muchacho aquél”, un capítulo de su libro sobre
la Revolución
Libertadora.
Cithya, la hija de la Guaricha
Citya, -así creo que se llamaba
–era de Casanare, un pueblo de los llanos colombianos cercanos al Orinoco. Su
madre, al parecer, era una guaricha que la tuvo con placer de ocasión en mala
hora. Citya, por lo tanto, nació en miseria y a disgusto. Su vida retozando en
el seno de la madre apenas si duró siete meses, es decir, hasta que por esos
predios pasó una pareja estéril que dijo ser de Massachussets y la adoptó con
facilidad increíble.
En su nuevo
hogar, Citya experimentaba la bondad de otro clima y todo parecía ir bien hasta
que sintió la necesidad de la leche materna a la cual la tenía habituada su
madre guaricha. Aquel biberón de farmacia y el seno en estación de estío de su
madre adoptiva no la engañaba y Citya entonces comenzó a morirse. Los médicos
que la observaron imploraron un SOS y todo el condado salió en auxilio. Mil
madres dejaron por un rato de amamantar a sus hijos y un millar de biberones de
leche materna congelada llegó a la casa de la niña desganada y triste. A Citya,
por supuesto, le volvió el alma al cuerpo y sus padres de adopción respiraron
contentos. Citya ahora evoluciona sin problemas y desde su cuna contempla con
aire filosofal la enorme cava que guarda su gran provisión de leche.
Sorpresa de cumpleaños
Rodar, volar, pedalear un biciclo
como el que tiene su vecinito que nunca se salta una tarde restregando su
sillín. Eso era lo que el chico anhelaba porque ya estaba aburrido de esa
patineta cojitranca y desgastada. De buena gana la metería en el aljibe del
patio de aquella casa abandonada y cuando mamá le preguntara podría variar el
cuento con el cual lo han tenido siempre engatusado: Seguro que se la llevó San
Nicolás para traer de vuelta la bicicleta. Y siempre sería lo mismo: No te
quejes David que Dios tarda pero llega. Y mira que un día de verdad llegó la
bicicleta y su madre la guardó en la casa vecina para que de allí emergiera
como sorpresa de cumpleaños. Pero la familia vecina se fue de viaje el día en
que la casa de David estaba sola, por lo que no le quedó más remedio que dejar
la bicicleta recostada de la puerta de la calle. Cuando David regresó de la
escuela, llamó, como un buen chico, a la policía y esta de inmediato se llevo
un accidentado y rodante regalo de cumpleaños.
La playa de coral
La madre se había quedado
rezagada recogiendo fósiles marinos, conchas y caracoles sin vida que luego
echaba en una cesta. La niña Aror se había adelantado y se hallaba distante,
maravillada y detenida. Sorpresivamente se había encontrado con un banco de
caracoles, algo así como un sueño de su infancia. Se imaginaba una hawaiana ataviada de collares, brazaletes
y pendientes con todos los colores de aquellos celentéreos: rosa, pardo, oro,
púrpura. ¡Qué bello era el mar crepuscular sobre los arrecifes! Pero lo que más
la ensimismaba era la anémona enraizada sobre el lomo limoso del caracol que a
la vez servía de cueva a un cangrejo solitario. Su iluminación comenzó a volar.
El mar, azul e inmenso como el cielo. La anémona como una rosa, el caracol como
un asteroide y el cangrejo, diminuto ermitaño.
La madre,
cuando se le acercó con toda la piel teñida de sol, no encontró semejanza
alguna entre El Principito de Saint Exupery y el caracol de los arrecifes e
inquirió sonriente: El Principito ¿con tenazas? Y la niña respondió con otra
interrogante: pues bien, ¿con que se va a defender? Y la madre reflexionó: ¡Ah,
la espada! y se acostó sobre la arena tibia mientras las olas se deshacían en
espuma contra la plantas de sus pies. Entonces recordó las clases de biología y
trató de explicarle lo que era el mutualismo y la simbiosis, pero la niña no
escuchaba la rara terminología profesional sino el silencio de la anémona
navegando con remos de crustáceo sobre el rielar de sinuosos arrecifes.
Suicida otoñal
Ese mal que ahora lo atormenta
atenazándole un pedazo de cerebro podría ser psicosomático, como dicen los
médicos que nunca le encuentran nada; pero lo cierto es que está allí como
tumor maligno enervando su existencia.
Ahora que ha
vivido setenta traslaciones, todo le parece sin sentido, de suerte que para él
no hay otra alternativa que acortar la distancia entre la vida y la muerte.
Allí esta el revólver que heredó su padre. Conserva sus proyectiles intactos y la
lubricación que jamás le ha faltado. Seguro
que no lo hará fallar en el preciso instante tantas veces deseado bajo la
impotencia de su edad.
Entregaría el
sobre cerrado a la recepcionista dirigido al director de la funeraria
explicándole los motivos de su determinación y anexándole un cheque por el
valor de los funerales, de suerte que nadie pudiera condolerse de él en ese
sentido, ni siquiera con un cortejo de familiares y allegados que pudiera
originar una luctuosa tarjeta de invitación, pues no la había incluido en la
cuenta. No deseaba una compañía que sólo fue solícita mientras gozó de juventud
y comodidad.
No obstante
que la amistad le fue virtualmente profusa, nunca de veras la necesitó como no
la necesita ahora que ha abreviado la distancia y se encuentra frente a esa
amable recepcionista de la funeraria, a quien ha resuelto entregarle también
las llaves de su automóvil. Ella nada entiende y se apresura a llamar al
Administrador. Justo en ese instante saca el arma y se dispara.
El bebé, el mono y la mona
El niño de tres años de edad, 15
kilos de peso y 35 centímetros de altura, vivía en un hotel de la ciudad,
propiedad de sus padres y sorprendentemente tomaba aguardiente desde los ocho
meses de edad, cuando sus padres comenzaron a darle en un algodón para que no
llorase. Todo empezó un día cuando el bebé paseaba con su madre, vio una
llamativa botella de ron y comenzó a llorar desesperadamente. Su madre empapó
un algodón en el licor y se lo pasó por los labios. Entonces cesó de llorar y
jamás dejó de tomar sus tragos diarios, escuchando su canción preferida: “yo
bebo si, estoy viviendo, quien no está bebiendo está muriendo, yo bebo si”.
Pero un día se le complicaron las cosas cuando al mono que domesticaba la
familia, el niño le frotó alcohol en la boca y el cuadrumano despertó en una
“nueva personalidad” o, como se dice en buen criollo, con “una mona” terrible.
Los chillidos del mono que mordía las patas de mesas y sillas alarmaron a los
huéspedes y transeúntes, quienes llamaron a la policía. Abiertas las
averiguaciones sólo el mono fue detenido porque el responsable, obviamente,
resultó ser menor de edad.
El enano más enano
El enano, a los ojos de quien lo
veía, podía ser el enano más enano del mundo pues apenas medía sesenta
centímetros de estatura. Había llegado al Orinoco a bordo de un barco de
chapaleta como parte del elenco de un circo. Era de Budapest y había traído en
su equipaje un buen abastecimiento de páprika y cebolla húngara, condimentos
favoritos que lo hacían sentir bien a la hora de actuar. Asimismo una caña de
pescar pues la pesca era su deporte favorito. De manera que con sus 34 años a
cuesta que decía tener y luego de haber comprado ropa ligera en una tienda para
niños, se fue con sus anzuelos a descubrir la fauna orinoqueña, pero tan pronto
tiró su cordel se le pego un pez tan grande que lo arrastró con aparejo y todo.
Su desaparición causó honda consternación en la ciudad cuyos habitantes se
movilizaron a un rescate que parecía infructuoso, pero poco después un pescador
de La Encaramada
capturó un Lan-lau gigante y al abrirlo encontró en sus tripas al enano, quien
al verse en los ojos abismados del pescador, exclamó sonriente: ¡Hola, casi me
asfixio!
Ámbar se tragó a su guardián
Por su llamativo color ámbar lo
distinguían en el Zoológico. Hacia veinte años que lo habían traído del África
Oriental. Su cola era descomunal. Medía aproximadamente cien centímetros y
terminaba en una borla. Un día ingrato, después de solearse sobre una roca, se
oyó su estentórea voz y cuando los visitantes se acercaron a la reja, el león
doblaba con una garra la cabeza del Guardián al tiempo que lo engullía con su
innata ferocidad. Más allá un elefante,
una jirafa, un antílope y una cebra contemplaban la macabra escena y
constataban una vez más la resistencia de la cerca.
Cosas de la guerra
Un soldado de la V División de Selva
tras pasar la noche en un campamento se reintegró al pelotón en un sitio
estratégico del combate durante El Carupanazo contra los enemigos del gobierno.
Hasta cierto tiempo estuvo disparando con el fusil sostenido en sus brazos.
Luego para no continuar soportando un arma que pesaba más de cuatro kilos,
desplegó culata y bípode y comenzó de nuevo a disparar balas 5.56 a razón de
650 por minuto. Al final de la primera ronda se hartó de tanto fuego y se
tendió en la arena. Vinieron los camilleros de la Cruz Roja y se lo
llevaron. Horas después resucitó entre vivos y muertos.
El Niño prodigio
Waruma, a la edad de tres años,
dominaba el inglés, el alemán y, por supuesto, su propio idioma. Resolvía
complicados problemas de cálculo diferencial e integral sin ninguna dificultad
y era además un excelente calígrafo que llevaba un diario donde contaba todo
cuanto le acontecía. Pero Waruma tenía un problema: no le gustaba bañarse ni
cortarse el pelo y creía que las nubes eran realmente de algodón y que se podía
hilar ropa con ellas para vestir a los desarrapados que tanto lo deprimían. Un
día para comprobarlo se fue a un Tepuy de la
Gran Sabana coronado de nubes, y no volvió
jamás. Su padre, un profesor de la Universidad de Oriente, al darse cuenta de la
increíble aventura de su niño, se compró un telescopio y desde entonces lo
busca desde la despejada azotea de su casa.
El hombre alcancía
El hombre, desconcertado por lo
que leía diariamente en los periódicos, terminó desconfiando de los bancos y
cajas de seguridad que la propaganda comercial ofrecía como invulnerables. De
manera que, para mayor tranquilidad, según suponía, se fue tragando sus ahorros
moneda tras moneda hasta llegar a una cifra que al final sirvió para pagar la
clínica y al cirujano.
Burro travieso
El campesino no trabajó la tierra
ese día sino que montó en su burro y se vino al pueblo a cobrar un crédito que
le había otorgado el Instituto Agrícola y Pecuario del Estado. Después de
cobrarlo se relajó dando vueltas por la ciudad. De pronto sintió ganas de
animarse y entró a una Cervecería del Paseo Orinoco. Ya de regreso y con el Sol
transfigurado en crepúsculo no aguantó el trote del burro y se puso a descansar
bajo la exuberancia de una Ceiba. Cuando el Astro Rey reapareció encandilando
su rostro, sintió un cosquilleo en el lado de la faltriquera. Entonces vio cómo
el burro tenía pedazos de billetes en el hocico y rebuznaba con deleite.
Afición borrica
Mi abuelo tenía un burro que
montaba los domingos para ir de paseo. Pero el borrico cada vez que escuchaba
música grabada o en vivo venida de algún lugar, se estacionaba y negaba a
reanudar la marcha hasta que la música terminara. Un día mi abuelo decidió
llevar a su Platero a disfrutar la retreta y éste, no satisfecho con escucharla
como todos los demás, entró a la Plaza Pública y se puso con su batuta a dirigir
la orquesta.
Genocidio
Una vaca descarriada pasó
casualmente por el Matadero y vio cómo su raza era víctima del genocidio más
espantoso. Horrorizada por lo que había visto se reintegró de nuevo a su rebaño
y por la noche se produjo una consternada conferencia que culminó con la ruina
del hacendado, pues todas las del rebaño se refugiaron en la Embajada de la India.
El loro de oro
El dueño de un bar, desesperado
por la cuenta telefónica, se compró un Loro que enseñó a gritar como charro
tapatío mientras lo alimentaba con cerezas de los cócteles que dejaban sus
clientes. Cuando a uno de ellos se le ocurría usar el teléfono el papagayo se
le ponía eufórico y la comunicación se interrumpía. Más tarde se descubrió que
el tono del grito del loro ebrio se ponía en la misma frecuencia de instruir a la Computadora para que
desconecte la línea, registre el tiempo y haga el cálculo para la cuenta.
Problema de cerrajería
Inocencio, para asunto muy
particular, logró una audiencia con el Prelado de la ciudad y observó, lleno de
curiosidad, colgando en una de las paredes del Palacio Arzobispal que el Escudo
del Papa exhibía dos llaves cruzadas con idénticos dientes. ¿Cómo pueden ser
idénticas las llaves del Paraíso y del Infierno? Se preguntó y preocupado
abandonó el Palacio. Se fue a la
Biblioteca e identificó las llaves como las mismas. Volvió a
pedir otra audiencia, esta vez para discutir con el Arzobispo el asunto, pero
un sacerdote oportuno apaciguó su agobio: “No habrá equivocación cuando mueras
porque ambas llaves son del Paraíso”.
Libre por amor
No era mortal su pecado, pero la
castigaron con cárcel y presa quedó con todos sus seductores atributos. Tenía
unos ojos mágicos y eróticos y una piel de ámbar que sacaban al Guardia Civil
de juicio. Una noche de connivencia y para mayor emoción, Día de San Valentín,
ambos salieron furtivos a desafiar los lugares nocturnos de la ciudad abierta,
pero cuando él se quedo dormido en la cama del Motel, ella irremisiblemente se
volvió golondrina.
El fantasma del riñón
Nunca antes había alcanzado a
saber de la importancia funcional del riñón ni de lo que se podía padecer por
una falla renal, hasta que aquellos dolores acompañados de fiebre obligaron al
Nefrólogo a practicarle diálisis por algún tiempo y finalmente a sustituirle su
víscera por la de un donante muerto. Lo que jamás pudo corregir después el
eficiente Nefrólogo fueron las alucinaciones del paciente en las que se sentía
atacado por el fantasma del donante.
El contador de estrellas
Harto del Acreedor que
persistentemente lo conminaba a pagar, el Deudor decidió cancelar su cuenta
acumulada, pero de manera que pasara trabajo contando lo que tenía que pagarle.
Así que se las arregló para convertir 14 mil bolívares en centavitos que
distribuyó en manejables talegas. Luego se presentó a la casa del implacable
cobrador y éste al ver los pesados bolsones se sorprendió, pero luego esbozó
una sonrisa placentera porque, pensándolo bien, contar monedas hasta cierto
punto, venía a ser casi lo mismo que su insólito hobby de contar estrellas.
La tentación de amar
El Sacerdote inició la lectura
del Evangelio, luego terció la cinta roja sobre el libro abierto y se dirigió a
los fieles con voz pausada que gradualmente fue tomando calor hasta resonar en
el sagrado recinto. Los fieles escuchaban, de pie unos y sentados otros, el
sermón de aquella mañana fría que enfatizaba constantemente: ¡No te me
declares! ¡No te me declares! Repetía el sacerdote y los feligreses
persignándose se miraban entre sí como tratando de percibir un gesto delator,
algo así como una mano temblorosa, una lágrima de aflicción, hasta que una
candorosa niña cayó desvanecida en este pasaje del sermón: “…y aunque las
frases epistolares de la joven son de buen trazo, mucha limpieza y pureza de
sentimientos, no me dejaré seducir por esas tentaciones”.
Jueces sin sesos
Su intuición le advirtió que
perdería la custodia de sus dos hijos, por eso, el día de la audiencia, se
presentó ante los jueces que habrían de sentenciar y cuando éstos se
pronunciaron, se levantó impulsivamente, desenfundó un cuchillo de carnicero de
230 milímetros, lo clavó dramáticamente sobre una mesa frente a los dos jueces
y luego le lanzó trozos de sesos gritando: “un poco del cerebro que les falta”.
Matrimonio luctuoso
El padre no quería perder a su hija ni siquiera
en matrimonio. Separarse de ella por
cualquier motivo equivalía a la muerte, de manera que cuando supo que su hija
eligió casase con el pescador que había conocido en un festival de la Universidad , se puso
furioso y publicó una nota necrológica en el periódico local invitando a sus
amigos a los funerales. Ella, ni corta ni perezosa, tras casarse en la
ciudad donde estudiaba, retornó a su
pueblo a pasar la luna de miel e igualmente publicó otra nota luctuosa
agradeciendo a quienes habían asistido a sus “funerales”.
El Pájaro de siete colores
Juan se levantó muy
temprano. Se fue a pescar a la orilla
del río Orinoco y capturó un pez bonito, pero extraño. Tenía el dorso verdoso y los flancos más
claros y con una banda irisada que recorría todo su cuerpo. Presentaba
numerosas manchas negras en el dorso, los flancos y sobre las aletas. Su tamaño
era de unos 30
centímetros aproximadamente. Un pescador que pasaba cerca, lo vio y
también quedó sorprendido pues tenía todas las características de una trucha
coloreada que sólo se encuentran en algunos lagos y arroyos de regiones frías. ¿Cómo pudo llegar o penetrar hasta el
Orinoco? Se preguntó el pescador ribereño y continuó meditabundo su camino.
Juan, un poco
confundido, devolvió su presa al río
pues no valía la pena sacrificar un pez tan bonito y se fue caminando hasta un
conuco ribereño donde la siembra de patillas estaba a punto de cosecha. Quiso apaciguar su sed y tomó una de ellas
aprovechando la soledad de una naturaleza apenas habitada aquella mañana por
espantapájaros. ¡Qué deliciosa estaba
aquella sandía cuyos colores asociaba con los de la extraña trucha pescada en
el Orinoco!
Prosiguió su
aventura matinal río arriba, se internó por un recodo que conduce a una laguna
circundada por piedras gigantes. Trepó
una de ellas y desde lo alto casi se cae del susto al ver una culebra Boa,
mayor de dos metros, con el dorso de color anaranjado, irisaciones color perla
y grandes anillos irregulares de color
pardo. La cabeza grande, los ojos pequeños y las escamas que cubren el cuerpo,
lisas y brillantes.
-Hoy es el día
de las cosas más extrañas! -pensó para sí y aguardó que la serpiente
desapareciera para él hacer lo mismo: desaparecer de aquel lugar enmarañado y
pedregoso. Tan pronto descendió de la
piedra, corrió y se extravió por un pequeño bosque perturbado por la algarabía
de una bandada de loritos australianos que se habían escapado de la casa de un
hacendado de la ciudad. Que
coincidencia, los loritos tendían a parecerse por sus colores a la trucha y a
la serpiente pues sus colores eran muy llamativos. El pico y el pecho amarillo rojizo, el dorso
verde y la cabeza y el abdomen azul cobalto.
Quiso cazar uno con su gomera, pero no fue posible. Los loritos raudos emprendieron el vuelo y
dejaron atrás una estela de hojas secas desprendidas de los árboles.
De vuelta a
casa, Juan contó a su Madre la aventura mañanera y por la noche tuvo un sueño
muy largo y también lleno de sorpresas.
Soñó con un pájaro de siete colores surcando con su cola la mitad del
cielo
-¡Un pájaro de
siete colores! ¿Cómo es eso, Juan? -exclamó la madre tan pronto terminó de oír
el cuento del muchacho recién levantado y todavía soñoliento.
-Y ¿cómo eran
los colores?
-Rojo,
anaranjado, amarillo, verde, azul, índigo y violeta.
-Caramba, qué
maravilla. Y hacia dónde volaba ese pájaro multicolor y tan enorme, hijo mío?
-No volaba,
madre, estaba como estático cubriendo buena parte del firmamento.
El diálogo no
pasó de allí y por la noche, Juan volvió a soñar con el pájaro de siete
colores. Esta vez no comentó nada, se
puso su franela, también su gorra, su gomera de cazar pájaros e iguanas y muy
temprano se fue subiendo hasta la cumbre del Cerro La Esperanza. Comenzaba el mes de mayo y
en la madrugada había llovido, signo de que ya comenzaba la estación
lluviosa. El Sol muy cerca del horizonte
por el naciente penetraba sus rayos en las gotas de lluvia en suspenso y una
banda policroma como la Boa
que comenzó a extenderse en el cielo
sorprendió a Juan, quien abrió los brazos y exclamó:
-
¡Oh, Madre, aquí
está. Aquí está mi pájaro. El pájaro de siete colores!
En ese momento
su Madre no podía oírlo, pero más tarde el le reveló la realidad del sueño y la Madre le contó el cuento de
sus abuelos. Un cuento alado que viene
de los griegos, según el cual esa banda policroma que él había confundido con
un pájaro era el “Arco iris”, mensajera del Olimpo para transmitir los divinos
mandatos a la humanidad, por lo que los griegos
la consideraban una consejera y una guía. Viajando a la velocidad del
viento, podía ir de un extremo al otro de la tierra y también al fondo del mar.
Iris aparecía entonces representada como una hermosa joven, con alas y con ropa
de colores brillantes y un halo de luz sobre su cabeza, atravesando el cielo
con un arco luminoso.
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