la Cueva de Amalivac no obstante disponer sólo de
los topónimos
Tamanacú y Cuchivero.
Comenzó su aventura navegando el río el Cuchivero
desde su desembocadura en el Orinoco y encontró cerca del río un monte que los
campesinos conocen como "El Zamuro".
A decir del
propio Hernández, "se trata de un cerro no muy
alto, cerca del río, el cual tiene en su cima muchas rocas graníticas, que se
aguantan por ese sabio equilibrio que sólo la naturaleza sabe dar. Su formación es sumamente caprichosa y muchas
de ellas parecen como si fueran sillones donde uno se puede sentar. Algunas de las rocas graníticas emitían un
sonido especial al ser golpeadas con un objeto contundente". Añade que en dicho cerro hay una multitud de
pinturas rupestres, en rojo y blanco, que lo hace suponer que el lugar fue
sitio de ritual de los aborígenes.
No afirma que sea el Monte Tamanacú salo lo deja como indicio tomando en
cuenta ciertos elementos de la leyenda.
Luego
de numerosos viajes y fracasos, navegando en bongo por el Orinoco, penetrando
picas por la intrincada selva o rodando a bordo de un jeep por las sabanas, el
explorador dio con la Cueva de Amalivac
en la llanura de Maita que ahora se llama la Sabana del Espanto.
Primero hubo de
ubicar con muchas dificultades la antigua Misión de San Luis de La Encaramada,
pues ninguna alma de aquellos líticos parajes, entre Caicara y La Urbana, sabía
que se trataba de Pueblo Viejo. Fue el
nombre que le quedó a San Luis de la Encaramada, ya sin casas ni bohíos, pero
se puede apreciar la distribución del poblado.
"Las piedras - dice Hernández Baño - indican el lugar en que
estuvieron situadas las mejores casas. La vista que hay desde donde estaba la
plaza a la serranía de La Encaramada, es impresionante. Encontramos muchos restos de ladrillos y
tejas y una especie de hornos un poco alejados de donde estuvo el pueblo y a
orillas del caño o río Guaya".
A
partir de aquí salió en busca de la mítica casa de Amalivac en las sabanas de Maita, hoy sabanas del
Espanto, y encontró por casualidad un abrigo natural o cueva formada por unos
enormes bloques de granito, apoyados los unos sobre los otros. "Mirando de frente la cueva de
Amalivac - dice Hernández Baño -, se ve
a su lado izquierdo, una especie de escenario natural desde el cual se divisa
toda la plaza que es enorme. En medio de la plaza y frente a la cueva, hay una
piedra vertical, diferente a todas las demás que hemos visto por estos contornos. Parece como una especie de pedestal que
presidiera las ceremonias que podrían haber tenido lugar en la plaza".
"No
está muy lejos de aquella casa su
tambor, esto es, un gran peñasco en el camino de la Maita al que dan este
nombre", dice Gilij y más
tarde Humboldt: "...Se indica igualmente cerca de esta caverna, en las llanuras
de Maita, una gran piedra: era, dicen los indígenas, un instrumento de música
la caja del tambor de Amalivac ..."
Guiados sólo por
estas sucintas indicaciones, estuvieron desde la Navidad de 1977 hasta Año
Nuevo, de seis de la mañana hasta el atardecer, Hernández Baño y Villanera,
golpeando hasta el cansancio piedras y más piedras en aquel inextricable
laberinto de rocas que surgen como islas en las sabanas de Maita. Toda aquella empresa parecía inútil y una
noche mirando la estrella más lejana, Hernández Baño tuvo un
presentimiento: "Señor Villanera, mañana
vamos a tocar a primera hora el Tambor de Amalivac ":
- Nos levantamos
a las seis de la mañana y empezamos a golpear todas las rocas que est n a la
izquierda de la Cueva de Amalivac y al
pie del cerro. Yo me fui al final de
todo el camino rocoso y el señor Villanera empezó por las peñas más cercanas a
la cueva. De pronto oí un sonido...El
sonido era estremecedor, profundo como el telúrico tang - tang de un tambor
africano. Villanera había tocado la suerte.
El Tambor de Amalivac , estaba allí, tenso y eterno, justo frente a la
lítica casa del gran Dios de los Tamanaco, pero oculto entre intrincada selva,
crecida desde que Gilij y los indios abandonaron el lugar hace 175 años.
Juan de Dios
Villanera, acaso por Juan y por Dios, había tenido la suerte de sonar aquel
tambor tan parecido al del enano Uxmal en la civilización Maya, aquel tambor
como un monumento megalítico que anunciaba y animaba las ceremonias ritual de
aquellos hombres desnudos que podían escribir y pintar sobre las piedras, que
veían deidades en la liviandad del humo y que tenían por héroe a un señor alto
y blanco que vestía y hablaba como los dioses y que cada vez que navegaba el
Orinoco iba cortejado por delfines.
Ese Dios que se
fue un día, después del Diluvio, para no volver
dejó, sin embargo, un gran río alimentado por muchos ríos, una tierra
inmensa y feraz tupida de moriches, una raza a la que una mala bruja le quemó
la piel y un lítico tambor que ha vuelto a sonar como en sus lejanos
tiempos. Pero en la sabana de Maita hay
otros encantos, adicionalmente observados por el antropólogo, un ruido
huracanado por las madrugadas y una bola de fuego que rueda de las
montañas. Por eso los lugareños de
tránsito han dejado la tradición oral de la Sabana del Espanto, al fin, Maita
en lengua primitiva significa "lugar que no es", vale decir, lugar
que deja de ser cuando en ciertos espacios de la noche un ser tenebrosamente
extraño, posiblemente el demonio
Yolokiano de los Tamanacos, ruge como una bestia que seguramente ellos
trataban de alejar con el sonido inconfundible de su tambor, el lítico tambor
que les dejó como heredad protectora el taumaturgo héroe de su cultura.