viernes, 9 de agosto de 2013

Portada


MITOS, LEYENDAS, CUENTOS
Y REALIDADES
DE GUAYANA

Américo Fernández
             2010

I.S.B.N. 
Depósito Legal  lf 0852010800494

Ilustración: Andrés Fajardo

Textos, diagramación e impresión
TIPOGRAFIA Y LITOGRAFÍA HORIZONTE C.A.
Barquisimeto – Estado Lara

Ciudad Bolívar - 2010
Derechos reservados / Prohibida la reproducción parcial o total
sin la autorización del autor


jueves, 8 de agosto de 2013

Amalivaca creador del Orinoco

>Según el mito y la leyenda tribales, el Orinoco fue una consecuencia del Diluvio  acaecido en tiempos ignotos durante cuarenta días con sus noches.

Durante ese lapso de cuarenta días que duró el Diluvio, las aguas incesantes lo sepultaron todo sobre la faz de la Tierra y sólo sobre las superficies flotaba al garete una palmera Moriche a la que asidos un hombre y una mujer, se detuvo en la cima del Cerro Tamanacú. Allí, a salvo, la pareja sembró la palmera que le proporcionó todo lo necesario para sobrevivir hasta que descendieran las aguas como, en efecto, descendieron por gracia de Amalivacá.
Amalivacá, dios enigmático, de contextura atlética suavizada por frondosa barba y cabellera blanca, casi del mismo color de su túnica, les dijo ser su padre y haberlos salvado para asegurar la permanencia de la vida humana sobre la tierra. Por ese motivo los invitó a crecer y multiplicarse y cuando se despidió de ellos las aguas comenzaron a descender.
Después de un tiempo largo, Amalivacá regresó en compañía de su hermano Vocci y dos hijas, con el propósito de perfeccionar la vida en la tierra. Fue cuando concibió la idea de crear al Orinoco para que la floreciente nación pudiera comunicarse con toda la Geografía.
Cuando llegó ese día, los hermanos se consultaron largamente, pues aspiraban los Tamanacos que fuese creado el Orinoco de tal manera que se pudiera remar sin esfuerzo tanto a favor de la corriente aguas abajo como aguas arriba, a fin de que los remeros no se cansaran en el curso de la navegación; pero, no fue posible, Amalivacá quería poner a prueba el ingenio de los Tamanacos y todo no se les podía servir en bandeja de plata. Entonces, dice la leyenda, habría sido cuando comenzó a materializarse la navegación a vela aprovechando el recurso del viento.
         Se prolongaba el tiempo de permanencia y las hijas de Amalivacá deseosas de regresar, fastidiaron hasta más no poder al padre hasta que éste las sentenció a quedarse allí para siempre con las piernas inutilizadas para que no pudieran abandonar nunca el lugar, pero sin afectar su fertilidad o capacidad de procreación pues quería Amalivacá que ellas contribuyesen a la multiplicación de la raza tamanaca y como depositarias que eran de la sabiduría de su padre, la transmitieran a sus hijos en procura de la felicidad.
         Amalivacá vivió entre los Tamanacos largo tiempo en el sitio denominado Maitata, justamente en la gruta existente en lo alto de un cerro llamado Amalivacá Yeutitpe. Su tambor “Amalivacá Chamburai”, era una piedra en el camino de Maitata.
         Un día Amalivacá decidió regresar al otro lado del mar de donde había venido y ya listo en su canoa para el largo viaje, quiso obsequiarle a su pueblo vida eterna con estas solemnes palabras: “Uopicachetpe mapicatechi”, que para los tamanacos significaba que tendrían una vida eterna, tan sólo modificada por el cambio de la piel, tal como ocurre a los grillos y a las sierpes. Más, cuando una anciana de gran influencia sobre su estirpe, escuchó la sentencia sagrada, incrédula se burló del dios y éste indignado rectificó diciendo “pues entonces habrán de morir” (mattageptechi).
         Desde aquel momento, los Tamanacos atribuían la culpabilidad de su finitud a la abuela incrédula que pretendió burlarse de Amalivacá. Amalivacá zarpó en la canoa y dejó sembrada en su nación preferida el presentimiento de que volvería. Pero no volvió y cuando el misionero Felipe Salvador Gilij, a mediados del siglo XVIII, visitó las riberas de Caicara del Orinoco (Municipio Cedeño) sólo quedaban 125 individuos de una población más numerosa que se deduce fue diezmada por las epidemias y las guerras.
         Carapaica, su cacique o gobernante, dijo al misionero cuando le propuso trasladarlos a la Misión de la Encaramada, cerca de la Urbana: “Todos somos hijos de uno y aunque tenemos colores diversos, descendemos de un solo hombre. El sol abrasador, las fatigas y la penosa vida nos han disminuido. Somos ya humo blanco, blanco, como el vestido de Amalivacá”.


miércoles, 7 de agosto de 2013

El Sol, la Luna y el Árbol de la vida

Los Tamanacos constituían un pueblo indígena de filiación lingüística Caribe igual que otros con cosmogonías semejantes como en el caso de los Panare o E´ñapa, habitantes igualmente del Municipio Cedeño, que también se creen hijos de la Palma Moriche  al igual  que a los Waraos.

Tanto para los Tamanacos como para los Panare y los Waraos, la palma Moriche es algo así como el “Árbol de la vida”, pues le proporciona la yuruma que les sirve para la elaboración del pan casero; tablas para el piso de los refugios palustres; gordos gusanos ricos en proteínas; el mojobo o vino para la mesa; el carato de la fruta que endulzan con miel de abeja; cuerdas de cogollo para cabullas y chinchorros.
         Los Panare, tan penetrados hoy por religiones de distintos signos, asimilan a Cristo en la figura del Chamán. El Chamán, de vuelos mágicos ayudado por el yopo, lo sabe todo, lo cura todo y es el protector de la comunidad.
         Generalmente, en la cosmogonía Caribe es frecuente atribuir su finitud o vejez que es el fin de la vida, a una falta pecaminosa de alguno de los miembros de la comunidad. En los Tamanacos es la anciana incrédula que le echa a perder la vida eterna a la comunidad. En la sociedad Taulipangs, de las proximidades del Roraima, según mito recogido por el etnólogo germano Teodhor Koch Grumberg (1872-1924) en su libro “Del Roraima al Orinoco”, es también un miembro de la tribu. El sol (Uei) que es una deidad, tiene hijas y desea que una de ellas se case con un Taulipangs y así se lo exige después de haberlo salvado de una isla abandonada cubierta de estiércol de zamuro; pero éste, de nombre Acalepiyeima, tras haber accedido cae en las redes en una de las hermosas hijas del Rey Zamuro. Colérico Uei, le dijo: “Si hubieras seguido mi consejo y casado con una de mis hijas, habrías quedado como yo, siempre joven y radiante. Ahora tú y tu tribu sólo lo serán por corto tiempo y después viejos y extraviados en la oscuridad”. Los indios Taulipangs culpan a Acalapiyeima de haber sacrificado por amor el privilegio de ser eternamente jóvenes y radiantes como el Sol.
         En la mitología Warao también se da el mismo caso. Los Waraos conforme a la  “Literatura Warao” de Daysy Barreto y Esteban Mosonyl, Dios hizo para ellos la tierra eternamente iluminada y la clave de ese misterio la conservaba en dos Taparos que tenía en su casa, con la advertencia de que sólo podían ser vistos, pero jamás tocados ni curioseados. Un día en que el señor se hallaba ausente, dos Warao se introdujeron en la Casa de Dios y haciendo caso omiso de la advertencia curiosearon hasta más no poder los Taparos y de repente todo se volvió tinieblas y ellos que jamás habían conocido el sueño ni la muerte, comenzaron a dormir, y a despertar sólo cuando Dios les devolvía la claridad.
         Los Taulipangs también tienen una leyenda donde la oscuridad se relaciona con la muerte y dos de las hijas de la Luna, en dos cielos más arriba, son las encargadas de alumbrarles el camino, mientras ella, la Luna, en el primer cielo, diluye la oscuridad de la noche para apaciguar en sus hermanos de la Tierra el miedo por las tinieblas. Según la leyenda, la Luna que ellos denominan Capei, era un ser humano que habitaba la tierra y luego del percance con un brujo, se fue al cielo con sus hijas ayudada por un pájaro.
         Los Waicas no son como los Taulipangs, hermanos de la Luna, pero sí hijos de ella. En mito recogido por el misionero Daniel de Barandiaran, quien estuvo catorce años viviendo en la selva del Caura, los Waica se consideran hijos de la Luna.  En el principio del mundo, unos seres misteriosos, tal vez semidioses, en su creencia de que la Luna era un lago de sangre, la flecharon y al caer gotas de sangre sobre la tierra, se transformaron en indios Waicas.
         Y así como hay pueblos primitivos que se sienten hijos de la Luna, también los hay que se creen hijos del Sol. El padre Cesáreo de Armellada selecciona en su libro “Tauro Panton” una leyenda sobre los Makunaima que da cuenta de su origen por virtud de un encuentro casual del Sol, que era un indio, de cara brillante,  con una ninfa del río.
La ninfa para librarse del Sol que le había asido por la cabellera cuando trató de sumergirse, le prometió darle compañera para que no se sintiera tan solo. Así ocurrió, pero al poco tiempo cuando la mujer fue por agua con su camaza al río, se volvió arcilla porque de ella estaba echa. El Sol disgustado reclamó. La ninfa de nombre Tuenkaron trató de complacerlo con otra mujer, pero tampoco ésta resultó porque al asomarse al fuego se derritió. Era que estaba hecha de cera. Entonces el Sol se fue al río y amenazó con secarla suscitando alarma en Tuenkaron, quien le prometió compañera más duradera. El Sol la probó y por último fue con ella a bañarse al río y vio que no era blanca como la arcilla, ni negra como la cera sino rojiza como una laja jaspeada y vivieron juntos y felices y de ellos nacieron los primeros Makunaima.


martes, 6 de agosto de 2013

La cueva y el tambor de Amalivac

mitología cosmogónica de la etnia Tamanaca de Caicara del Orinoco, narrada por el padre jesuita Felipe Salvador Gilij en su "Ensayo de Historia Americana", tiene un sustrato de realidad evidenciado por  el antropólogo, historiador y sociólogo Adrián Hernández Baño

Adrián Hernández Baño es venezolano nacido en Murcia (España) en 1927 y radicado en el país desde 1956.  Realizó estudios en la Universidad Central de Venezuela, donde obtuvo el título de antropólogo, historiador y sociólogo.  Tiene doctorado en la Universidad Complutense de Madrid y fue hasta su muerte docente universitario y cronista del municipio Buchivacoa del Estado Falcón.
Ha publicados varias obras y en 1977 se propuso hallar  en las inmediaciones del río Cuchivero, el famoso Cerro Tamanacú donde sobrevivieron al diluvio los padres de la raza Tamanaca, así como la Cueva y el tambor de Amalivac, en San Luis de la Encaramada.
Felipe Salvador Gilij, sacerdote jesuita italiano, destinado en 1748 a las Misiones del Orinoco Medio, fundó al año siguiente la Misión de San Luis de la Encaramada, con aborígenes Tamanaco que habitaban el norte del actual municipio Cedeño, a los cuales se agregaron Maipures y Pareques.  Convivió con ellos durante dieciocho años y  medio, al cabo de los cuales regresó a Roma acatando una medida de expulsión contra la Compañía de Jesús dictada por el Rey Carlos III.
         Gilij escribió  entonces, en cuatro tomos, su conocido Ensayo de la Historia Americana, donde da cuenta de la cultura de los Tamanacos en la que en el aspecto cosmogónico encuentra impresionante semejanza con la bíblica descripción del   Diluvio  y los primeros tiempos de la raza humana.
Narra Gilij que en el grupo étnico había un joven llamado  Yucumare que recordaba vivamente lo que le contaban sus abuelos sobre el origen de los Tamanacos, pueblo de filiación lingüística caribe hoy desaparecido.
Recordaba y decía Yucumare en su propia lengua, la cual dominaba el misionero Gilij,  que  "en los tiempos antiguos de nuestros viejos se hundió en el agua toda la tierra y sólo sobrevivieron a la inundación un varón y una hembra, aferrados a un monte llamado Tamanacú, cercano al río Cuchivero".
-  Y ¿cómo fue posible volver a propagar la especie humana? - preguntó Gilij a Yucumare:
- Te lo diré.  Estando afligido los dos por la pérdida de sus parientes y dando vueltas pensativos por el monte, le fue dicho que tiraran  por encima de los hombros el hueso del fruto de la palma moriche y los huesos de los frutos tirados por la mujer se levantaron convertidos en mujeres, y en hombres los tirados por el hombre.
         Conforme a lo indagado por Gilij, el dios de los Tamanaco era Amalivac , un hombre blanco vestido de blanco que tenía un hermano llamado Uochi.  Juntos habrían creado la tierra, la naturaleza y los hombres.  Cuando les tocó crear el Orinoco, discutieron largamente, pues querían lograrlo de tal manera que se pudiera remar a favor y en contra de la corriente como lo sugerían los aborígenes a objeto de no demorarse y cansarse en la remontada.  Al final convinieron bajo un soplo de brisa que encrespaba la corriente descendente, que era mejor confiar esa posibilidad al ingenio de los aborígenes.
         Amalivac  vivió mucho tiempo entre los miembros de esa etnia.  Dice Gilij: "Estuvo Amalivac  largo tiempo con los Tamanaco en el sitio llamado Maita.  Allí  muestran su casa, lo que no es más que una roca abrupta, en cuya cima hay peñascos dispuestos a modo de gruta.  Se llamaba cuando yo la ví, Amalivac - yeutipe, eso es, "la casa donde habitó Amalivac. No está  muy lejos de aquella casa su tambor (En Tamanaco Amalivac  chamburay) esto es, un gran peñasco en el camino de la Maita al que dan este nombre".
Después de leer el relato mitológico que le sirvió de centro para su tesis de grado de historia, el antropólogo Adrián Hernández Baño se preguntó si era posible localizar el ambiente de la etnia Tamanaca, pero muy particularmente, la casa de Amalivac  y su tambor.  Asimismo el monte Tamanacú, tabla de salvación de los dos sobrevivientes del Diluvio y donde comenzó prodigiosamente a reponerse la raza Tamanaca gracias al milagro de la semilla del Moriche.
Pues bien, un día cualquiera, siendo estudiante de Historia y bajo la tutoría del profesor Marco - Aurelio Vila, acopió recursos y fijó residencia temporal en Caicara del Orinoco para en compañía del experto vaquiano Juan de Dios Villanera, ir en busca del Monte Tamanacú y más luego de la Cueva y el Tambor de Amalivac .
Sólo de dos datos disponía para tan incierta aventura: el toponímico Tamanacú  y el  Cuchivero.   De manera que a bordo de una curiara y llevando a Villanera de baquiano, Adrián Hernández  inició su aventura al encuentro de la cueva y el tambor de Amalivac.


lunes, 5 de agosto de 2013

Antropólogo encontró Cueva de Amalivac

la Cueva de Amalivac no obstante disponer sólo de los topónimos Tamanacú  y Cuchivero.

Comenzó su aventura navegando el río el Cuchivero desde su desembocadura en el Orinoco y encontró cerca del río un monte que los campesinos conocen como "El Zamuro".
A decir del propio  Hernández, "se trata de un cerro no muy alto, cerca del río, el cual tiene en su cima muchas rocas graníticas, que se aguantan por ese sabio equilibrio que sólo la naturaleza sabe dar.  Su formación es sumamente caprichosa y muchas de ellas parecen como si fueran sillones donde uno se puede sentar.  Algunas de las rocas graníticas emitían un sonido especial al ser golpeadas con un objeto contundente".  Añade que en dicho cerro hay una multitud de pinturas rupestres, en rojo y blanco, que lo hace suponer que el lugar  fue  sitio de ritual de los aborígenes.  No afirma que sea el Monte Tamanacú salo lo deja como indicio tomando en cuenta ciertos elementos de la leyenda.
         Luego de numerosos viajes y fracasos, navegando en bongo por el Orinoco, penetrando picas por la intrincada selva o rodando a bordo de un jeep por las sabanas, el explorador dio con la Cueva de Amalivac  en la llanura de Maita que ahora se llama la Sabana del Espanto.
Primero hubo de ubicar con muchas dificultades la antigua Misión de San Luis de La Encaramada, pues ninguna alma de aquellos líticos parajes, entre Caicara y La Urbana, sabía que se trataba de Pueblo Viejo.  Fue el nombre que le quedó a San Luis de la Encaramada, ya sin casas ni bohíos, pero se puede apreciar la distribución del poblado.  "Las piedras - dice Hernández Baño - indican el lugar en que estuvieron situadas las mejores casas. La vista que hay desde donde estaba la plaza a la serranía de La Encaramada, es impresionante.  Encontramos muchos restos de ladrillos y tejas y una especie de hornos un poco alejados de donde estuvo el pueblo y a orillas del caño  o río Guaya".
         A partir de aquí salió en busca de la mítica casa de Amalivac  en las sabanas de Maita, hoy sabanas del Espanto, y encontró por casualidad un abrigo natural o cueva formada por unos enormes bloques de granito, apoyados los unos sobre los otros.  "Mirando de frente la cueva de Amalivac  - dice Hernández Baño -, se ve a su lado izquierdo, una especie de escenario natural desde el cual se divisa toda la plaza que es enorme. En medio de la plaza y frente a la cueva, hay una piedra vertical, diferente a todas las demás que hemos visto por estos contornos.  Parece como una especie de pedestal que presidiera las ceremonias que podrían haber tenido lugar en la plaza".
         "No está  muy lejos de aquella casa su tambor, esto es, un gran peñasco en el camino de la Maita al que dan este nombre",  dice Gilij y más tarde Humboldt: "...Se indica igualmente cerca de esta caverna, en las llanuras de Maita, una gran piedra: era, dicen los indígenas, un instrumento de música la caja del tambor de Amalivac ..."
Guiados sólo por estas sucintas indicaciones, estuvieron desde la Navidad de 1977 hasta Año Nuevo, de seis de la mañana hasta el atardecer, Hernández Baño y Villanera, golpeando hasta el cansancio piedras y más piedras en aquel inextricable laberinto de rocas que surgen como islas en las sabanas de Maita.  Toda aquella empresa parecía inútil y una noche mirando la estrella más lejana, Hernández Baño tuvo un presentimiento:  "Señor Villanera, mañana vamos a tocar a primera hora el Tambor de Amalivac ":
- Nos levantamos a las seis de la mañana y empezamos a golpear todas las rocas que est n a la izquierda de la Cueva de Amalivac  y al pie del cerro.    Yo me fui al final de todo el camino rocoso y el señor Villanera empezó por las peñas más cercanas a la cueva.  De pronto oí un sonido...El sonido era estremecedor, profundo como el telúrico tang - tang de un tambor africano. Villanera había tocado la suerte.  El Tambor de Amalivac , estaba allí, tenso y eterno, justo frente a la lítica casa del gran Dios de los Tamanaco, pero oculto entre intrincada selva, crecida desde que Gilij y los indios abandonaron el lugar hace 175 años.                  
Juan de Dios Villanera, acaso por Juan y por Dios, había tenido la suerte de sonar aquel tambor tan parecido al del enano Uxmal en la civilización Maya, aquel tambor como un monumento megalítico que anunciaba y animaba las ceremonias ritual de aquellos hombres desnudos que podían escribir y pintar sobre las piedras, que veían deidades en la liviandad del humo y que tenían por héroe a un señor alto y blanco que vestía y hablaba como los dioses y que cada vez que navegaba el Orinoco iba cortejado por delfines.
Ese Dios que se fue un día, después del Diluvio, para no volver  dejó, sin embargo, un gran río alimentado por muchos ríos, una tierra inmensa y feraz tupida de moriches, una raza a la que una mala bruja le quemó la piel y un lítico tambor que ha vuelto a sonar como en sus lejanos tiempos.  Pero en la sabana de Maita hay otros encantos, adicionalmente observados por el antropólogo, un ruido huracanado por las madrugadas y una bola de fuego que rueda de las montañas.  Por eso los lugareños de tránsito han dejado la tradición oral de la Sabana del Espanto, al fin, Maita en lengua primitiva significa "lugar que no es", vale decir, lugar que deja de ser cuando en ciertos espacios de la noche un ser tenebrosamente extraño, posiblemente el demonio  Yolokiano de los Tamanacos, ruge como una bestia que seguramente ellos trataban de alejar con el sonido inconfundible de su tambor, el lítico tambor que les dejó como heredad protectora el taumaturgo héroe de su cultura.



domingo, 4 de agosto de 2013

Los Petroglifos de Guayana

grabados del dios de los Tamanacos
Lo petroglifos diseminados por todo el territorio de Guayana habrían sido grabados por el propio Amalivac con el fin de dejar testimonio de su paso creador por estas tierras.

Amalivaca o Amalivacá o simplemente Amalivac, es el héroe cultural de los Tamanacos, según leyenda recogida y publicada por el misionero jesuita italiano Felipe Salvador Gilij en el siglo dieciocho.
Los Tamanacos constituían un pueblo indígenas en el Orinoco central, de filiación lingüística Caribe, hoy lamentablemente desaparecido.
Conforme a esa leyenda en la que se recrea el escritor colombiano Rafael Gómez Picón, Amalivaca fue el creador del Orinoco y el salvador de la especie humana después del Diluvio. Lo petroglifos vendrían a ser testimonio de su paso creador por estas tierras que el primer navegante de occidente confundió con el Paraíso.
Amalivacá visitó en dos ocasiones al pueblo Tamanaco y antes de ausentarse para no dejar sino la esperanza de volver, hizo un extenso e intenso recorrido en su barca, acompañado de su hermano Vochi y seguido de su gran cohorte de toninas, para grabar vivencias en las superficies de las rocas que las aguas iban dejando al descubierto.
Grabó las figuras de los astros, de los propios indígenas y de otros seres y  animales que habían podido salvarse como la rana, la serpiente, las aves, el cocodrilo, el jaguar. De esta forma fue dejando constancia de su tránsito no sólo en la Encaramada, Capuchino, Cerro del Tirano, Caicara, el Paso de Cedeño, sino también en varios lugares del alto río o en las riberas del Casiquiare como lo demuestra el peñasco de Culimacar o en el río Manapiare, así como en los lejanos Esequibo y Río Branco o en el riñón de la Guayana inglesa o del Brasil.
Los petroglifos descubiertos en otros lugares de Guayana como Guri,  Candelaria, el Yuruari y el resto de Venezuela habrían sido reproducidos por generaciones sucesivas de indígenas de distintas lenguas y en su propio lenguaje.
Los estudiosos de las diferentes ramas de la antropología que sustraídos de las leyendas, quieren otorgarle otro significado más lógico y objetivo a los petroglifos, lo atribuyen, como es el caso del Walter Dupuy, a motivos religiosos propios de los antiguos pueblos animistas.
Los eternos buscadores del Dorado creen que tales dibujos corresponden a cifrados sobre tesoros ocultos. De allí los numerosos petroglifos de comprobado valor etnográfico expuestos ordinariamente a la destrucción como las rocas grabadas de Las Lajita en la zona del Cuchivero y en la Piedra del Sol y la Luna de Santa Rosalía donde se ven socavones hechos por personas que buscan el oro de Amalivac.
A Gallegos, cuando estuvo en Guayana, acopiando material literario para su novela Canaima, le contaron la creencia de algunas etnias según la cual los indios cuando navegaban en sus curiaras y veían alguna piedra o roca grabada, la rehuían en la creencia de que tales petroglifos tienen que ver con maleficios y seres extraños que habitan en las profundidades del río debajo de esas rocas. De manera que para protegerse y librarse de ellos, se aplicaban ají bravo en los ojos si no encontraban una venda fuerte y oscura que ponerse, pues la tradición les dice que sólo pueden verlos quienes no son ignorantes de sus misterios. La leyenda aseméjase un tanto a la grecolatina de las Sirenas que hechizaban de tal modo con su canto que los navegantes que éstos  para evitar estrellar sus naves contra las rocas, se tapaban los oídos.
Aunque la región Guayana está minada de figuras rupestres, quizás las más conocidas hasta ahora sean los Petroglifos de Guri, dada la destacada divulgación que tuvieron por efecto de la Operación Rescate de 1968, llevada a cabo por CVG-Edelca ante la proximidad de represar las aguas del Caroní en función de la Presa Hidroeléctrica,
En esa memorable ocasión  se rescataron 29 piedras con un total de 75 dibujos curvilíneos y rectilíneos unos, otros triangulares y circulares y las demás, figuras de aves, mamíferos y dibujos antropomorfos.  De todos, llamó poderosamente la atención  la figura de unos siameses o gemelos unidos y repetidos  aparentemente simbolizando  el mito de la creación.
Los estudiosos especialistas hicieron una valoración que tuvo repercusión no sólo de los medios científicos sino artísticos, pues unos destacaban el estilo naturalista, realista y figurativo de esos dibujos primitivos frente  al inmenso número de petroglifos geométricos hallados en otras partes de Venezuela.  En esa ocasión Walter Dupuy pensaba que algunas de las figuras posiblemente  representaban a las deidades que habitarían el paisaje circundante a juzgar por la creencia de los pueblos remotísimos en el tiempo, cuyos artífices la expresaban así en dura roca,
A las pinturas rupestres halladas en la Cueva del Elefante por el doctor Mario Sanoja y la licenciada Iraida Vargas, investigadores de la UCV, le atribuyen también sentido mágico religioso a juzgar por la forma como los rayos del Sol inciden en horas de la tarde en el fondo de la cueva donde están  figuras humanas y de animales como lagartos, pájaros, venados, círculos y raras combinaciones de líneas.



sábado, 3 de agosto de 2013

La deidad del mal en la mitología indígena


El Pemón, así como se siente hijo y protegido por su Dios, cree que oculto en las sombras existe una deidad del mal que los acecha. Acaso Ahrinán, principio del mal, opuesto a Ormuz, principio del bien, en la religión de Zoroastro, pero que ellos llaman Canaíma.

En su novela del mismo nombre, Gallegos dice que Canaima es “la sombría divinidad de los guaicas y makiritares, el dios frenético, principio del mal y causa de todos los males que disputa el mundo a Cajuña el bueno”.
Canaima, según las situaciones, suele transformarse y tomar la forma de una bestia o de un mamífero alado como el murciélago y de hecho al murciélago descomunal que habitaba en una cueva de Guaquinima solían confundirlo con Canaima.
         A la imponente Meseta Guaquinima, en la cabecera del Carapo, afluente del río Paragua, hito que marca la frontera de sus predios, los Pemón la conocen como Maripa-Tepuy y los Yecuana o Maquiritare como Dede-Jidi que en su lengua significa lo mismo:  ”Meseta del Murciélago”.   
         “Meseta del Murciélago” porque según leyenda publicada por el explorador Charles Brewer Carías, allí existe una enorme cueva o galería donde residía un Murciélago descomunalmente inmenso acompañado de toda su familia alada y al que las comunidades indígenas de la región guardaban un respeto tenebroso que los obligaba, por temor, a hacerle frecuentes ofrendas humanas con las cuales se alimentaba. 
         Un joven guerrero deseoso de acabar con ese miedo, ató un tizón a la pierna de la víctima escogida en la ocasión para el sacrificio y cuando el Murciélago vino de noche por su tributo, el tizón se avivó durante del curso del vuelo y generó una estela de humo incandescente que señaló la ruta hacia la guarida o cueva hasta entonces desconocida. Siguiendo esa ruta toda la noche hasta el amanecer, el ingenioso y valiente joven guerrero sorprendió al membranoso individuo y le dio muerte de un solo y certero disparo con su flecha envenenada.
         Desde entonces se agotó el miedo entre las etnias aborígenes y la Meseta del Guaquinima quedó con el cognomento de Maripa-tepuy para los Pemón y Dede-jidi para los Yecuana. El nombre de Maripa, capital actual del Municipio Sucre, lo adoptó el doctrinero Ramón Espinoza al fundarla en 1842 con un grupo de indígenas que moraban en la zona.
         El escritor José Berti, en su novela “Hacia el Oeste corre el Antabare”, hace mención de una leyenda de los Arecunas, habitantes de ese afluente del Caroní y dice que como muchas otras tribus, no creen en la muerte natural y para explicarse su eterna desaparición, concibieron a Canaima, divinidad del mal que ellos imaginan como un extraño indio vestido de noche sin luna, que habita los recónditos parajes de la selva y aparece en todas partes con diferentes nombres, siempre armado de un garrote de tres filos y una tapara de yare para golpear o envenenar a sus víctimas.
         Los arecunas tienen un dios, provisto de dos cabezas como Jano. La de la derecha con el nombre de Atictó, representa al bien y la de la izquierda con el nombre de Ueue, representa el mal. Cada representante del bien y del mal tiene adelantados que habitan sobre  las cumbres de los Tepuyes y hacia los cuales debe intervenir el Piatsan, especie de mensajero pendiente siempre de los problemas del pueblo. Cuando un arekuna se enferma el Piatsan transmite el mensaje a esos espíritus del bien y del mal que habitan sobre los Tepuyes. Estos, los Mabaritón, y los Canaimatón alzan su vuelo y se posan sobre las cabezas del Dios. Si se inclinan primero Ataictó, el enfermo se salvará, si por el contrario lo hace primero Ueue, el paciente morirá.
         Y a propósito del Guaquinima que es una meseta o tepuy, los Yecuana o Maquiritare tienen su propia teoría mitológica que contaremos en la próxima edición, pero antes nos referimos a los ríos de Guayana.
         Sucedió que al comienzo todo era tierra desolada y los habitantes no disponían de otro alimento que la misma tierra, el agua que le proporcionaba en sus mandíbula la hormiga Yak transportada desde una laguna ignota del cielo y el casabe que les traía desde el mismo cielo o Kajuña un espíritu bondadoso llamado Demodene. Así rutinariamente transcurría la vida en la tierra hasta que Odosha, un espíritu maligno, se apareció y espantó a la Yak y al Demodene haciendo la vida más penosa y difícil.
         Cuando ello ocurrió se presentó el Vencejo, un pájaro grandioso que los indios llaman Dariche y les prometió hacer un esfuerzo alado por llegar hasta el Lago Aku-Ena del cielo y hacer que el agua llegara de algún modo hasta la tierra. Así ocurrió y surgió el Casiquiare, pero las aguas confusas no sabían hacia donde dirigirse y a los primitivos habitantes se les hacía harto difícil de proveerse del precioso líquido. Ante esa situación, Kush (el Cuchicuchi) confesó haber descubierto el camino del Demodede para llegar hasta el lugar del cielo de la yuca y el casabe y con la ayuda de todos comenzó a trepar por un árbol cuya copa se perdía en las nubes


viernes, 2 de agosto de 2013

Cosmogonía de los tepuyes

Según la cosmogonía primitiva, estas tubulares como imponentes mesetas son el producto de la astilla de un árbol del Paraíso traída escondida  por Cuhicuchi a la tierra de los guayanos.
         Dijimos que los Yecuana o Maquiritare tienen su propia teoría mitológica de cómo surgieron los tepuyes y ríos de Guayana.
         Dijimos también que al comienzo todo era tierra desolada y los habitantes no disponían de otro alimento que la misma tierra, el agua que le proporcionaba en sus mandíbula la hormiga Yak transportada desde una laguna ignota del cielo y el casabe que les traía desde el mismo Kajuña (el cielo) un espíritu bondadoso llamado Demodene. Así rutinariamente transcurría la vida en la tierra hasta que Odosha, un espíritu maligno, se apareció y espantó a la Yak y al Demodene haciendo la vida más penosa y difícil.
         Cuando ello ocurrió se presentó el Vencejo, un pájaro grandioso que los indios llaman Dariche y les prometió hacer un esfuerzo alado por llegar hasta el Lago Aku-Ena del cielo y hacer que el agua llegara de algún modo hasta la tierra. Así ocurrió, y surgió el Casiquiare, pero las aguas confusas no sabían hacia donde dirigirse y a los primitivos habitantes se les hacía harto difícil  proveerse del precioso líquido. Ante esa situación, Kush (el Cuchicuchi) confesó haber descubierto el camino del Demodede para llegar hasta el lugar del cielo de la yuca y el casabe con la ayuda de todos comenzó a trepar por un árbol cuya copa se perdía en las nubes. Era la senda arbórea del Demodede y a través de ella llegó a Kajuña y se encontró con un paraíso donde había de todo, incluyendo el árbol-madre de todos los frutos. A él se trepó y saboreaba los exóticos manjares hasta tropezar con un avispero cuyas colonias fueron a zumbar en los oídos de Lamankave, la dueña y señora de aquellos feraces predios celestes. La señora toda indignada reprimió a Kush y le hizo levantar el pellejo de su cuerpo a la vez que lo dejó guindando como escarmiento en el mismo árbol.
         La hija de la señora, toda conmovida, le pidió a su Madre librase a Cuchicuchi de aquel suplicio, pues su atrevimiento era el producto de la situación penosa que se pasaba en la tierra. La madre aceptó y liberó a Kush, quien no tardó en regresar a la tierra, pero se trajo escondido debajo de la uña una astilla y la clavó en la tierra y al día siguiente como por milagro la astilla se transformó en un gran árbol con todos los frutos inimaginables que luego con el tiempo se fosilizó y se transformó en el Roraima.
         El Roraima se hallaba muy distante de la comunidad, de manera que una mujer llamada Edeñawad, se fue hasta el Monte Roraima y le pidió a Kusch una estaca. En el curso de la jornada decidió descansar y clavó la estaca, pero al siguiente día surgió un gran árbol que también con el tiempo se fosilizó dando lugar al Auyantepuy. La mujer tomó otra estaca y continuó la jornada y en cada lugar donde descansaba le ocurría lo mismo al clavar la estaca, pero lo sorprendente fue cuando una de esas estacas se transformó en el árbol mayor de todos: el Marahuaca cuya copa se enredó en el cielo y sus ramas se extendieron de forma tal que cubrían toda la tierra. Sus frutos al madurar caían por racimos generando un constante peligro para hombres y animales que si no los mataban los dejaba de alguna manera modificados. Ello explicaría la situación de la Lapa con el hocico achatado.
         Para evitar tales males, Semenia, mensajero del Dios Wanadi y jefe de todos los hombres, decidió tumbar el árbol y para ello comisionó a los Sajoco (Tucanes), éstos con sus grandes picos quedaron lastimados sin poder lograrlo. De manera que el Dios Wanadi, disfrazado de pájaro carpintero hubo de intervenir directamente y picotear el árbol hasta quedar totalmente derribado. Entonces muchas de sus ramas se convirtieron en tepuyes mientras la copa perforó la Laguna y el agua vertida desde el cielo se transformó en el Orinoco, el Caroní, el Paragua, el Aro, el Caura y todos los grandes ríos de la Guayana.
         Esos Tepuyes siempre llamaron y fascinaron la atención del Conquistador, especialmente de don Antonio de Berrío y de Sir Walter Raleigh. El expedicionario inglés, trató inútilmente de escalar, no está dilucidado si el Roraima o el Auyantepuy, pero sólo pudo penetrar hasta cierta distancia. En sus relatos ese Tepuy que le impresionó lo configuró como una Montaña de Cristal y creyó que allí podía estar la clave de la fabulosa ciudad de El Dorado: “… he sido informado acerca de la existencia de una Montaña de Cristal a la cual, debido a la distancia y a la estación del año, no pude llegar, pero la vimos desde lejos, y daba la impresión de que era la torre de una iglesia de gran altura. Desde arriba cae un gran río que no toca el costado de la montaña en su caída, porque sale al aire y llega al suelo con el ruido y clamor que producirían mil campanas gigantes golpeándose unas contra otras. Yo creo que no existe en el mundo una cascada tan grande ni tan maravillosa. Berrío me dijo que en su cumbre hay diamantes y piedras preciosas que se ven brillar a la distancia. Pero lo que ella contiene,  yo no lo sé, ni él, ya que ninguno de sus hombres ha logrado ascender por el costado por la hostilidad de los habitantes del lugar y las dificultades que hay en el camino


jueves, 1 de agosto de 2013

La Leyenda de El Dorado

Dorado era el nombre de un cacique fabuloso, de un señor algo así como Midas, el legendario rey de Frigia, que había obtenido de Baco la facultad de convertir en oro todo cuanto tocara. Dorado no necesitaba de esa facultad porque ya el oro existía en su comarca  por la gracia de un dios que había pasado por allí y dejado a su tribu esa herencia. Allí todo el metal incorruptible resplandecía a la luz del sol o de la luna.

         Según los aborígenes esa ciudad era Manoa con un gran lago, al que los conquistadores llamaron Guatavita, de lecho y arenas doradas. Cada vez que moría el cacique y había que iniciar al sucesor se llevaba a ese lago en medio de un rito en que desnudo el cuerpo del señor se le ungía con polvo aurífero obtenido del propio lago.
         Lo cierto es que de la existencia de esa ciudad fabulosa supieron por boca de los indios los conquistadores hispanos, alemanes e ingleses, quienes hicieron esfuerzos heroicos y gastaron tiempo, fortuna y vidas tratando de localizarla, pero siempre fue inútil. Y mientras más ignota y remota se hacía Manoa o el lago de Guatavita, más fabulosa se hacía la imaginación de quienes ansiaban apoderarse de ella para sí o para su reino. Se llegó a especular, incluso, que ese lugar era así de rico porque allí se habría refugiado con todos sus increíbles tesoros el perseguido hijo menor del inca Huayna-Capác, padre de Manco-Capac, último soberano del gran imperio Inca que tenía como capital el Cuzco y que se extendía desde Colombia hasta las tierras meridionales de Chile.
         Otro Dorado existía en la parte sur-occidental de Guayana, no porque el Rey o Jefe de las tribus así se llamara y cumpliera los mismos ritos, sino porque  las montañas y bosques estaban cruzados por simas profundas y galerías  subterráneas llenas de tesoros custodiados por seres sorprendentemente extraños llamados  Ewaipanomas y de los cuales da cuenta Sir Walter Raleigh en su libro “El Descubrimiento del grande, rico y bello imperio de Guayana”,  Esos seres habitaban las cabeceras del Caura y las profundas cuevas de Jaua y Sarisariñama, custodiando como gnomos los tesoros de la tierra. Hombres sin cabeza propiamente, con la cara en el pecho y el cabello cayendo sobre los hombros. Por la misma intrincada región de los Ewaipanomas da cuenta de misteriosos ríos de magnéticas ondas que dan vida o muerte según la hora en que se beban sus aguas: vivificantes a la media noche y mortales antes o después.
La mitología primitiva no sólo era capaz de concebir seres humanos de esas formas inauditas sino dentro de la zoología, dragones o culebras de múltiples cabezas. La piedra del Medio, por ejemplo,  entre Ciudad Bolívar y Soledad, y la cual utilizan los ribereños para medir el nivel del Orinoco, como Escila y Caribdis de las famosas Rocas Erráticas que estremecieron las naves de Ulises mientras navegaba de regreso a su lejana y amada Itaca, también tiene su monstruo guardando posibles tesoros escondidos en las siete colinas que como Roma circundan a la vieja Angostura.
Según la leyenda indígena, esa descomunal culebra se siete cabezas, una para casa colina, succiona el agua del río dando lugar a peligrosos estiajes o reflujos. Ese succionar cuando el monstruo está my sediento, según la creencia, es capaz de absorber como tromba todo cuanto se acerque por las inmediaciones de la Piedra, bajo cuya base el monstruo tendría su guarida. Ello explicaría la desaparición de curiaras, nadadores, pescadores, y hasta de una chalana llamada “La Múcura” que cargada de vehículos pesados se hundió el 27 de febrero de 1952. Tales accidentes han reforzado la creencia y servido de pábulo a la imaginación popular tan sensible a las homéricas fantasías de la Odisea.
         Atraído por la leyenda, años atrás, llegó hasta aquí un barco del Instituto Oceánico de la UDO a detectar con sus ondas ultrasónicas lo que de verdad pudiera existir por los alrededores de la Piedra del Medio y localizó una depresión en forma de embudo que alcanza a la increíble profundidad de 150 metros bajo el nivel del mar. En esa fosa donde se arremolinan las aguas del Orinoco en crecida pudiera estar la clave del reptil de siete cabezas que atormenta y devora a los desprevenidos.
Los misioneros jesuitas establecidos en el siglo dieciocho por la región del Alto Orinoco próxima a los raudales de Atures y Maipure, captaron de los habitantes autóctonos del lugar la existencia de un saurio con todas las señales de un Dragón. Ese dragón sería como en el Jardín de las Hespérides, el guardián de los tesoros sumergidos en aquellos bosques, manifestado a través de la violencia de los raudales para impedir su acceso.
Los expedicionarios que desde la época de la Conquista se afanaron en buscar las fuentes u origen del Orinoco, se encogían de temor ante ese innavegable obstáculo de los Raudales de Atures y Maipures. José Solano, comisionado de límites en 1756, pudo remontarlo.  El Padre Superior de los Jesuitas, al conocer la noticia, dijo a Solano: “Me alegro que haya Ud. sujetado al dragón mientras estaba dormido, que al despertar con las crecientes ha de bramar por hallarse burlado”.



miércoles, 31 de julio de 2013

En 1536 comenzó la historia del mito de El Dorado


Sebastián Belalcazar
De Quito nos vino El Dorado en la imaginación de Benalcazar y es que hasta los años treinta y seis (1536)  no se supo, ni se había inventado este nombre del Dorado, porque ese año lo impuso el teniente general Sebastián Belalcázar  y sus soldados en la provincia y ciudad de Quito (Fray Pedro Simón).

Belalcázar es un pueblo de la provincia de Córdoba, España.  Allí, en el seno de una familia de labriegos, nació Santiago Moyano y, a la edad de quince años, se fugó de su casa  y andando y andando llegó a Sevilla, donde Pedrarias Dávila, un osado navegante de ultramar, preparaba una expedición.  En ella, hacia Panamá, se alistó Santiago y adoptó como apellido el nombre de su pueblo y con ese nombre de Santiago de Belalcázar inició su carrera hasta los confines del Dorado.
         Muy temprano obtuvo el grado de capitán.  Bastó con demostrar su arrojo moneando hasta la copa de un gigantesco árbol, desde donde pudo divisar un punto habitado en medio de la confusión de una selva intrincada en la que los expedicionarios se hallaban atrapados.
         Después, acompañó a Diego de Almagro y Francisco Pizarro en una excursión por el istmo.  De aquí pasó a Nicaragua, asistió a la conquista de León y fue nombrado su primer Alcalde.  Más tarde, desde el Perú, fue requerido por Pizarro para incursionar en San Miguel de Piura y, siendo gobernador de esta villa, supo que Pedro de Alvarado intentaba conquistar el reino de Quito, por lo que se le adelantó junto con Diego de Almagro, pues estaba enterado de que había surgido una coyuntura favorable para tal empresa en virtud de la rivalidad existente que consumía a Atahualpa y Huáscar, entre quienes el soberano inca Huayna Cápac había dividido su reino.  Al final, Atahualpa hizo ejecutar a su hermano Huascar para quedarse con todo, pero el reino le duró poco pues a pesar de la gran resistencia de Rumiñahui, uno de los mayores guerreros del inca, Quito cayó en manos de Belalcázar y Almagro, quienes aparecen como los fundadores de San Francisco de Quito, 6 de diciembre de 1534, sobre el mismo valle donde estaba la ciudad indígena.
         Especulaciones históricas sostienen que la orden dada por Atahualpa para eliminar a su hermano Huáscar, nunca fue cumplida y que éste, con su gran tesoro, huyó internándose  en las mansiones verdes del norte siguiendo el curso del Marañón y la Orinoquia e instalándose con su corte en un misterioso punto geográfico entre la sierra andina y Guayana.  Ese punto, llamado Manoa por los conquistadores, trascendió como una ciudad dorada.  Dorada por su Rey o Señor que se empolvaba de oro mezclado con resina (trementina) extraída de una conífera.
         Lo cierto es que siendo Sebastián de Belalcázar  gobernador de Quito y deseando conquistar nuevos territorios, se orientaba interrogando a indios venidos de otros lugares.  Así, interrogó a uno que le contó lo del Dorado.  El misionero Pedro Simón, cronista de Indias, en “Noticias Historiales de Venezuela”, escrita entre 1604 y 1623, cita la versión del indio forastero en estos términos.  ¨ Que un señor entraba en una laguna, que estaba entre unas sierras, con unas balsas y el cuerpo todo desnudo y untado con trementina, y sobre ella, por todo el cuerpo cuajado de polvos de oro, con que relumbraba mucho ¨
         Hasta entonces (1536), dice el misionero franciscano, no se conocía el vocablo  ¨ ni se había inventado el nombre del Dorado porque este año lo impuso el teniente general Sebastián Belalcázar y sus soldados en la provincia de Quito ¨ y suponiendo que se trataba de un lugar territorialmente definido, lo identificó como Provincia de El Dorado.  Desde ese momento, tanto el nombre como la leyenda  aguijonearon el espíritu aventurero y codicioso de los hombres que arribaban al Nuevo Mundo.
         Belalcázar no perdió tiempo e inmediatamente organizó una expedición de 300 hombres a su mando en busca de la misteriosa ciudad y así andando penetró  en Colombia y colonizó la región meridional, exploró parte del valle de Cauca y creó las ciudades de Cali y Popayán (1536), atravesó la cordillera central, llegó al valle del Magdalena y luego subió a la conquista de la meseta de los chibchas donde ya se había adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada y fundado Santa Fe de Bogotá el 6 de agosto de 1538.  Posteriormente llegó Nicolás Federman y en reunión de los tres, Belalcázar informó  de lo realizado en el curso de  su expedición y de cómo su propósito fundamental consistía en poder dar con el rico reino de El Dorado. 
Después de la fundación de Bogotá, Federman, Jiménez de Quesada y Belalcázar decidieron marcharse a España, para dar cuenta de sus expediciones y conseguir del Consejo de Indias la delimitación de sus respectivas provincias.  Desde entonces, puede afirmarse, que comenzó a rodar por el mundo el mito de El Dorado. 
        


martes, 30 de julio de 2013

El Mito de El Dorado en Venezuela comenzó por Coro


La noticia de la presunta existencia del fabuloso Dorado llegó por primera vez a la hoy ciudad falconiana de Coro en el año 1540 y de allí se extendió a todas las demás provincias hermanas.  El portador de la fantástica noticia la trajo de Santa Fe de Bogotá el capitán Pedro de Limpias, lugarteniente de Federman, quien se había marchado a España junto con Jiménez de Quesada y Belalcázar.

         En España, Belalcázar obtuvo del Emperador Carlos V el título de adelantado y capitán general de las tierras conquistadas por él.  De vuelta al Cauca (1541) intervino en varias luchas intestinas que le valieron un proceso.  Condenado a muerte, se le concedió apelación ante el rey.  Salió de la cárcel para Cartagena con la intención de embarcar para España, pero en aquella ciudad lo sorprendió la muerte.  A raíz de su viaje a España, Francisco Pizarro había nombrado a su hermano Gonzalo Pizarro Gobernador de Quito (diciembre de 1539) y éste que ya estaba fascinado por lo que se decía de la ciudad dorada, organizó una expedición junto con Francisco Orellana en busca del mítico lugar y en ese afán, atravesó los Andes hasta llegar a los bosques vírgenes de la canela, a orillas del Amazonas.
         Nicolás Federman tampoco tuvo suerte.  Tanto los Welser, sus jefes, como el Consejo de Indias, le exigieron cuenta de su gestión y al no satisfacerlos,  fue encarcelado; sin embargo, continuó su pleito, inútilmente, pues lo alcanzó la muerte antes de ser liberado en su deseo de restaurar sus sueños doradistas. Su lugarteniente, Pedro de Limpias, como sus soldados, al retornar a Coro, entusiasmaron  a sus superiores y pronto organizaron también expediciones por los Llanos de Venezuela y Nueva Granada, donde Federman como Limpias, presumían la situación del Reino de El Dorado.  Así en esa dirección exploraron Felipe de  Hutten, Martín de Poveda y Pedro de Ursúa.
         En cuanto a Gonzalo Jiménez de Quesada, permaneció largo tiempo en España y tras recorrer Francia e Italia, retornó a Bogotá, donde fue recibido de manera jubilosa toda vez que lo admiraban como descubridor y fundador del reino de Nueva Granada.  Obsesionado por el cuento de Belalcázar, tanto él como su pariente Fernán Pérez de Quesada,  salió  en busca de los misteriosos tesoros, explorando los contrafuertes  de la cordillera oriental de los Andes colombianos, llegando hasta los bosques que se encuentran entre el Meta y el Caquetá.
Vale decir que los Quesada no estaban muy desorientados y hoy se ha comprobado que en la meseta de Colombia existía una comunidad chibcha con muchos objetos de oro labrado y esmeraldas, semejantes a los buscados por los conquistadores.  Allí el rey o gran sacerdote de los Chibchas, en ciertas ceremonias, se embadurnaban el cuerpo con una resina dorífera, a la que cubrían de polvo de oro, y luego se bañaban en el lago.  Estos indios igualmente tenían la costumbre de arrojar presentes en figurillas de oro y piedras preciosas a las lagunas sagradas que, como la de Guatavita, han sido recientemente exploradas por arqueólogos y hallado muchos de esos objetos de oro.
Sin embargo, Gonzalo Jiménez de Quesada nunca dio con esas  lagunas sagradas de los chibchas en tres años seguidos de penosas jornadas.  Es posible que si hubiera alargado la expedición habría dado con ellas, pero se le agotaron los recursos y enfermó de lepra.  Terminó refugiándose en  Mariquita donde murió en 1598.  Su cadáver fue embalsamado y sepultado en la Catedral de Bogotá.
         Su  sobrino político Antonio de Berrío, el sucesor a través de su esposa María de Oruña, sobrina de Gonzalo Jiménez de Quesada y única heredera, asumió, por legado testamentario, el compromiso de continuar buscando el fabuloso Dorado y para ello atravesó el continente de Este a Oeste.
         Antonio de Berrío, heredero por dos vidas de las capitulaciones de su tío político, realizó tres expediciones: la primera por el río Casanare y el Meta hasta llegar al Orinoco, pero sin pasar el raudal de Atures; la segunda, cruzando los Llanos de Casanare y Meta hasta la banda oriental del Orinoco; más la tercera, y definitiva, cubriendo toda la trayectoria del Orinoco hasta acampar en la desembocadura del Caroní.
         Este segoviano, luego de once años de expediciones y un gasto de cien mil pesos de oro que nunca pudo resarcir, tomó posesión de Guayana el 23 de abril de 1593, donde las últimas versiones terminaron por situar El Dorado.  El 21 de diciembre de 1595 fundó su capital Santo Tomás de la Guayana, corolario, al menos feliz, de su afán por dar con la remota como inaccesible y riquísima  ciudad del  Dorado.
         Sir Walter Raleigh al creer  que Antonio de Berrío había realmente situado la ciudad dorada, organizó dos expediciones sobre Guayana.  Durante la primera secuestró al  gobernador hispano obligándolo a una revelación que al final no le deparó más que una suerte patibularia.



lunes, 29 de julio de 2013

La guillotina costó a Raleigh la ilusión de El Dorado

Sir Walter Raleigh, durante los ocho años que estuvo preso en las normandas Torres de Londres, escribió un libro sobre el hermoso y rico imperio de Guayana en el cual, entre otros afirmaciones, señala que “me han asegurado aquellos españoles que han visto y conocido a Manoa, la ciudad imperial de Guayana que ellos llaman El Dorado, que por la magnitud de sus riquezas y por su asiento excelente sobrepasa cualquier otra ciudad del mundo, por lo menos del mundo que conocen los de la nación española.  Está fundada sobre un lago de agua salada de 200 leguas de largo y a manera del Mar Caspio”

         Ese libro conmovió y convenció a casi todo el imperio y logró con él lo que buscaba atraído por la añagaza de El Dorado. El 12 de junio de 1616 Sir Walter Raleigh obtuvo permiso del gobierno de Inglaterra para una nueva expedición hasta el nuevo mundo al encuentro promisorio de tierras y riquezas para su Rey.
         Sobre la marcha y emocionado por su idea de otra aventura acariciada al calor de las noticias que del nuevo mundo tenía y llegaban al viejo continente, organizó una expedición de catorce buques con mil doscientas quince toneladas y unos mil hombres.
         Comandando la expedición iba él a bordo del buque “Destiny”, rumbo a las Bocas del Orinoco, por donde decían se podía entrar hacia la dorada Manoa.  Su viaje hasta Trinidad fue expedito pues ya el 6 de febrero de 1595 había arribado, quemado a San José de Oruña y hecho preso al gobernador Antonio de  Berrío.
         Al llegar a Trinidad donde tuvo que combatir para posesionarse nuevamente de la isla, enfermó gravemente y adelantó hacia Santo Tomás de la Guayana a su hijo Wat y al Capitán Keymes con una fuerza de 600 hombres y cinco navíos.
         Diego Palomeque de Acuña, gobernador de la provincia de Guayana, con sólo 57 hombres, enfrentó a los corsarios, pero murió en el combate al igual que la totalidad de los defensores de la ciudad.  También del lado de los corsarios murieron el hijo de Walter Raleigh y cuatro oficiales.  El capitán Keymes se suicidaría después por la muerte del hijo más querido de su jefe. 
Sir Walter Raleigh, como se ve, fracasó en esta segunda expedición y su comportamiento deterioró las relaciones de su país con España, causando serios disgustos al rey  Jacobo Primero y a la reina Isabel, su protectora.  Por lo tanto, en aras de la paz entre ambas naciones.  Raleigh fue preso y decapitado al regresar a su país.  Antes de ir a la guillotina escribió este su epitafio:  “Tal es el tiempo depositario de nuestra juventud, dicha y demás/ y no devuelve sino tierra y polvo/ el que en la tumba muda y triste/ cuando terminó nuestro camino/ la historia encierra de la vida nuestra/ de esta tumba, polvo y tierra/ me librará nuestro señor, según confío”.
         El fraile Antonio Caulin, cronista de las Misiones y uno de los tres capellanes de la Expedición de Límites, parecía ser el único que no creía en la realidad de El Dorado  ¨ Si fuera cierto esta magnífica ciudad y sus decantados tesoros –decía- ya estuviera descubierta, y quizás poseída por los holandeses de Surinam, para quienes no hay rincón accesible donde no pretendan instalar su comercio, como lo hacen frecuentemente en las riberas del Orinoco y otros parajes más distantes, que penetran guiados por los mismos indios que para ellos no tienen secreto oculto ¨.
         Tanto para Caulin, como para los demás expedicionarios de límites, El Dorado era otra cosa que no alcanzaban  ver los ilusos, vale decir, la realidad de los ingentes recursos naturales de Guayana que debían explotarse con la ciencia, la tecnología adecuada y el trabajo productivo.
         Sin embargo, la fábula de El Dorado sirvió para fundar muchos pueblos y descifrar la complicada geografía continental. Es más, como mito prodigioso y perdurable ha servido de alimento permanente a las artes literarias y al ensayo histórico.  Bastaría, citar lo más próximo: Los Pasos Perdidos, de Alejo Carpentier y El Dorado Revisitado, de Catherunbe Ales, del Centro National de la Recher che Scientifique, Paris, y Michel Pouyllau, del Centro National de la Recherche Scientifiquye de Bourdeux, traducido por Jacqueline Clarac.
         Este último trabajo es realmente muy interesante, pues a través del mito del Dorado que se perpetúa bajo diversas formas,  Ales y Pouyllau, lo analizan  en referencia a la historia de las ideas, al avance de la cartografía y a la permanencia literaria de sus geografías imaginarias.  Por cierto, que Jacqueline Clarac, la traductora del trabajo, lo dedica a un bolivarense ya olvidado, Vicente Pupio, antropólogo, a quien su colega Jorge Armand quiso homenajear fundando un Museo Etnográfico con su nombre, pero la UDO, donde prestaba servicio, no le dio jamás el apoyo que tanto le demandaba.  Frustrado en su aspiración, aprovechó una coyuntura internacional y se fue a la India a poner en práctica cuando había aprendido en la Escuela de Antropología de la Universidad Central de Venezuela.  Se fue en busca de un dorado distinto al que deslumbró a Walter Raleigh: el dorado del hombre y su origen.


domingo, 28 de julio de 2013

La mala racha de Berrío

El 21 de diciembre de 1595 se registra como fecha de la fundación de la capital de la Provincia de Guayana  por el Capitán Antonio de Berrio, frustrado  buscador de El Dorado, que  siguiendo las huellas del Adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada,  se internó en tierras del Orinoco para posesionarse de ellas a nombre de su Rey Felipe II.
         Entonces el fundador ostentaba unos cuantos laureles obtenidos como soldado del Rey  en Europa así como en las luchas que los hispanos sostuvieron en Granada contra los moros. Laureles que invirtió junto con su fortuna y la de su familia en las expediciones doradistas de Guayana, de la que fue Gobernador hasta su muerte.
         Berrío fue el primero en descender el río Meta descubierto por Diego de  Ordaz en 1531 y  acampó  junto con sus expedicionarios durante muchos meses y en tres ocasiones, en los llanos de Casanare.  Lo atraía y dábale seguridad aquel ambiente donde  los caballos podían  alimentarse bien, donde había sal,  plantas medicinales, madera para construir balsas, curiaras, más una comunicación relativamente favorable con su esposa que se hallaba en Cartagena desde 1581.  Pero nunca la diosa Fortuna no favoreció  sus empresas, ya tratando de acertar los caminos dorados barruntados por el cacique Morequito o haciendo que perduraran los pueblos y  los nombres de su gestión expedicionaria.
         Ninguno de los hombres que le inspiraron paisajes y lugares, permanecieron.  Quiso que el río Meta se llamara Candelaria, pero Meta se quedó desde que nace en territorio colombiano hasta fluir sus aguas en el Orinoco.
         Fundó un pueblo con el nombre  de San José de Oruña en la Isla de Trinidad, donde fue a parar durante la tercera  expedición que le permitió  descender el Orinoco, pero tampoco tuvo suerte.  Pueblo y nombre desaparecerían con el tiempo del mapa trinitario cuando  la isla cayó en poder de los ingleses. Concibió el nombre de San José de Oruña para  testimoniar la admiración que sentía por el santo carpintero y su mujer María, quien le dio  diez hijos, entre ellos dos varones tan arrogados como él: Fernando, dos veces Gobernador de Guayana, y Francisco, Gobernador de Caracas.  Ambos desaparecieron, uno ahogado y el otro durante un secuestro.
         Colón tuvo mejor suerte con los nombres, incluso con el de  Trinidad que perduró sobre el de Cairl  o tierra de los colibries, como los aborígenes entendían que se llamaba la isla.  Tenía que haber muchos pájaros-moscas para que la llamaran así.  Pero el Almirante, en su Tercer Viaje, nunca vio esas “joyas aladas de la naturaleza”  sino tres picos orográficos que su espíritu religioso asoció  con la Santísima Trinidad.
         La suerte de Berrio fue aun más paupérrima con  Santo Tomás, pueblo fundado en la orilla derecha del Orinoco, justo donde moran  desde hace más de cuatro siglos  los  Castillos San Francisco y el Padrastro.  Este pueblo o ciudad fue seis veces saqueado  y quemado por corsarios y piratas de países enemigos de España y terminó  mudado con el nombre de Angostura, hoy Ciudad Bolívar,  que en vez del Apóstol tiene como patrón o patrona a Nuestra Señora de las Nieves.  Para colmo, los administradores contemporáneos de esta provincia fundada por él, nada o casi nada le han reconocido a la hora de erigir  nuevos pueblos, en cambio, no ha  ocurrido lo mismo con Diego de Ordaz (Puerto Ordaz) que fue tan bárbaro y cruel con nuestros indios.  Berrío por antítesis, aun cuando se le carga la muerte de Morequito, era todo un “valiente caballero”, por lo menos así  lo reconoció  su enemigo Sri Walter Raleigh.
Definitivamente que Santo Tomás de  no fue afortunada en el Bajo Orinoco ni tampoco su fundador. Antonio de Berrío, quien malgastó en la ilusión de El Dorado la fortuna de su esposa y de sus hijos.  Murió arruinado y recriminado. Una hispana de armas tomar, indignada por los desaciertos y poca suerte de la ciudad en ciernes, se fue al despacho de Berrío donde se hallaba reunido con varios capitanes, y vaciando en el suelo un zurrón con 150 doblones, lo increpó de esta manera: “Tirano, si buscas oro en esta tierra miserable, donde nos has traído a morir; de las viñas, tierras y casas me dieron esto y lo que he gastado para venirte a conocer, aquí está, tómalo”. 
Y los doblones lanzados contra el piso de piedra sonaron como preaviso de los dobles de las campanas del santuario religioso días después por la muerte de don Antonio, quien ejercía la Gobernación por dos vidas, de manera que le sucedió su primogénito hijo Fernando de Berrío y Oruña, demasiado joven, apenas veinte años, pero astuto y atrevido puesto que para poder sostener la ciudad burló mandatos reales que prohibían el comercio de contrabando y el tráfico de indios capturados por mercaderes holandeses en Barima.  Por ello fue enjuiciado y destituido.  La ciudad continuó dando tumbos hasta que después de la Expedición de Límites, recomendaron su reubicación mucho más arriba de la confluencia del Orinoco con el Caroni, justamente donde el río angosta sus aguas ente dos rocosas colinas y una Piedra en el medio.



sábado, 27 de julio de 2013

Un Guayanés en busca de El Dorado

El 13 de abril de 1749 nació en Guayana don Antonio Santos de la Puente, uno de los tantos exploradores que desde la conquista buscaron las fuentes del Río Orinoco creyendo que allí podía estar el misterioso y recóndito Dorado.
         Antonio Santos de la Puente nació específicamente en el ya inexistente poblado de Amaruca que se ubicaba al Este de los Castillos de Guayana la Vieja.  Era hijo de don Luis Santos  López de la Puente y doña Rosa Filgueira y Barcia.
         En su libro “Orinoco Río de Libertad” el escritor colombiano Rafael Gómez Picón habla de este personaje guayanés utilizado por el Gobernador de la Provincia, don Manuel Centurión, para remontar el Orinoco hasta su propio origen en la creencia todavía de que podría ser allí donde se encontraba la fabulosa ciudad dorada de Manoa donde reinaba el Rey rodeado de grandes tesoros.
         Antonio Santos de la Puente conocía el terreno y tenía experiencia pues siendo cadete había acompañado a Díaz de la Fuente y a los capitanes Antonio Bonalde, fundando poblados y levantando fortificaciones.  Además, era un hombre de gran coraje y mucha tenacidad, dominaba la mayoría  de las lenguas indígenas, conocía y sabía compartir sus costumbres.  Era pues un hombre excepcional para la ingente empresa que no pudo ni pudieron  cumplir  muchos adelantados sino a mediados del siglo veinte una expedición franco - venezolana.
         En 1770 y 1771 Antonio Santos de la Puente remontó el Paragua, atravesó la serranía Pacaraima y se aventuró hasta Río Branco en donde los portugueses lo apresaron.  En la cárcel del Gran Pará permaneció cautivo durante tres años y luego de liberado regreso a Angostura por la vía de Río Negro Caciqueare y Orinoco.  En 1774 y 1775 se unió al Capitán Antonio Barreto para remontar el Río Caura y el Erevato  y después de atravesar la sierra Maigualida cayó al Ventuari y prosiguió por tierra hasta la Esmeralda, en el Alto Orinoco.  Durante ese recorrido ambos fundaron con la ayuda de los indios, diecinueve fortificaciones que pronto desaparecieron.  Antonio Santos de la Puente murió en 1796, a la edad de 47 años.
         Celestino Perraza seguramente fabricó una leyenda en torno a este personaje o superpuso una mal contada leyenda indígena sobre la aventura histórica de Antonio Santos de la Puente que el escritor simplemente asume en su libro “Leyendas del Caroní” como Capitán Antonio Santos.
         La leyenda la titula “El Trono de Amalivac”.  Amalivac, Amalivacá o Amalivaca, según el misionero italiano jesuita Felipe Salvador Gilij, es el dios de los Tamanacos que él ubica al norte del actual municipio Cedeño cuya cabecera es Caicara del Orinoco.  Pero Celestino Peraza lo describe como el dios o héroe de toda la raza indígena que se extiende desde y hasta más allá  de Guayana y que no era otro que el inca Coro-Capac también llamado “El Dorado”.   Pero históricamente no existió ningún Cora-Cápac sino Huayna Cápac, emperador del imperio Inca desde Chile hasta Colombia.  Al morir, el imperio quedó divido entre sus hijos Huáscar y Atahualpa.  Huáscar huyendo de la persecución mortal de su hermano se habría refugiado con todo su tesoro en  predios de Guayana colindantes con parte del imperio incaico y que Celestino Peraza ubica en la cima de la sierra Paracambo de  más de 2.500 metros de altura.
         Tal vez Peraza con el nombre de Cora-Cápac quería referirse a Huáscar Cápac. Lo cierto es que hasta allá se aventuró el Capitán Antonio Santos no obstante la oposición del cacique de los Arecunas, Macapú, alegando por experiencia que quién se atrevió hacerlo jamás regresó.
         Santos junto con cinco acompañantes hispanos corrió con suerte al ingresar a la ciudad dorada a través de una caverna larga y profunda colmada de esqueletos humanos.  El trono de Amalivac estaba custodiado por tres tipos de humanos: gigantes un ojo en la frente, Rayas sin labios y sin boca y enanos con cabeza de perros.  El mayordomo y médico del palacio de nombre Tocoroima recibió a los visitantes y antes de conducirlo a Amalivac los sometió a un interrogatorio que terminó con la siguiente sentencia: “Pues bien, estáis en el Dorado, en el Imperio del Inca Cora-Cápac  llamado Amalivac por los aborígenes de América, mas el mortal que llega al Dorado no vuelve a su país.  Preparaos a vivir aquí o a morir sin remisión, cualquiera de vosotros que intente escaparse”. Por supuesto, se resignaron a vivir en aquella extraña ciudad neblinosa.  A Santos le asignaron de compañera y esposa a una mujer muy bella y escultural, pero ciega y sordomuda para que pudiera como lo deseaba, librarse de los celos que poseyeron a sus dos esposas anteriores, pero tan pronto tuvo oportunidad escapó cuando haciéndose el muerto fue arrojado a la caverna por donde había ingresado.  No aguantaba a su esposa –es la anécdota-, tenía el olfato y el tacto muy desarrollados, lo husmeaba certeramente por todas partes y los arañazos lo estaban dejando sin pellejo.